Por María Angélica Aparicio P.
En el viejo cajón del mueble, que permanecía recostado en la pared, había una montonera de prendas de vestir, papeles sueltos y dos portarretratos. Al desocupar el cajón, apareció el cuerpo de una libreta roja que conservaba, precisamente, el tamaño de un pasaporte. Tenía al menos 46 años. Las hojas estaban sujetas a un gancho metálico; eran rayadas y se divisaban marchitas por sus años de vida. De las treinta y ocho hojas agarradas al gancho, varias estaban vacías, esperando, quizá, la pluma de alguien. Las otras guardaban los secretos de una ama de casa, a quien llamaban “Aniseta”.
Daba gusto ver aquellos “secretos” de “Aniseta” consignados en una letra diminuta, escrita a mano. Los apuntes lucían ordenados, bien delineados sobre el renglón. No había manchas ni tachones. Los títulos aparecían resaltados con rojo, casi aseguraba que trazados con regla de medir. Se notaba un trabajo ordenado, riguroso, que describe los gastos económicos correspondientes a una etapa que comenzaba en 1986.
“Aniseta” solía comprar en el mercado de grano, mensual, en los supermercados que funcionaban en el norte de Bogotá. Compraba desde lentejas hasta mayonesa. Una vez a la semana acudía a la plaza de mercado del 12 de octubre –carrera 51 no. 72/13– para conseguir las verduras y frutas que consumía su familia. “Aniseta” llegaba temprano –seis y treinta de la mañana– a esa plaza enorme, bulliciosa, con dos y tres canastos, grandes, vacíos. Regresaba con papayas, sandías, lechugas, tomate, cilantro, una compra exitosa de alimentos saludables.
En las notas del año 1986 –de aquella libreta– se encontraban los productos que su familia consumía como algo usual. La lista comenzaba con el queso; seguían el pescado, el jamón, el atún, el vinagre, la pasta. Se descubre preferencia por la mantequilla Fina, el Colcafé, el jabón Mágico y el jabón Axión. “Aniseta” recordaba que estos productos se conseguían en la carrera once, en un supermercado pequeño, de esquina, donde los empleados atendían con una pinta que, para la época, sonaba divertida: vestían batas inmaculadas, de color blanco, largas, bien planchadas, que parecían resistentes a cualquier tipo de mugre.
En aquél supermercado de esquina, tres latas de atún costaban 561 pesos (quinientos sesenta y uno). Diosito, ¿podía ser esto posible? Una libra de pasta se conseguía por 150 pesos. El trapo para limpiar el piso valía 308 pesos. ¿Trescientos ocho pesos? ¡Era para gritar como un loro! Por un paquete de servilletas se pagaban 83 pesos colombianos. ¿Ochenta y tres? Ahora chillaba, casi aullaba. Encima de un empaque de plástico con 100 servilletas, acababa de leer su precio: 3.800 pesos. ¡Tres mil ochocientos! Tenía ganas de salir corriendo y buscar una lija, grande, imperecedera y áspera, que reemplazara a todas las servilletas del planeta.
Habían transcurrido treinta y siete años. ¡Horror! Aquellos precios de 1986 sonaban a prehistoria. O la vida era más barata entonces, o los costos se habían disparado tan alto como una torre de 100 pisos. “Aniseta” compraba tres paquetes de papel higiénico –con cuatro rollos cada uno– por 743 pesos con cuarenta centavos; y cinco libras de queso por mil cuatrocientos cincuenta pesos ($1.450). Deducía que alimentarse resultaba más fácil en la década de los ochenta que en estos tiempos de inflación y pos pandemia.
“Aniseta” contaba que una familia de clase alta, numerosa en aquellos años ochenta, –con promedio de 7/8 hijos– tenía por moda el consumo de carne roja. No faltaba en los almuerzos ni en las comidas de la noche. ¡La carne era la reina de los hogares! De una vaca cebú, blanca y de cuernos afilados, se sacaban a la venta partes muy apetitosas para los hogares: lomos, chatas, muchacho, pecho, los huesos carnudos y la cadera. Faltaba la lengua carrasposa de este animal, que en aquellos tiempos se vendía, pero se acogía con desgana en la mesa familiar.
En aquellos apuntes, corría 1994. Y en ese año, un lomo de res costaba 1.900 pesos. ¡Uno solito! Este corte de carne se hallaba en la parte superior de la vaca, donde, cualquiera de nosotros, podía sentarse como si fuera nuestra butaca preferida. El lomo se apreciaba por su suavidad, el corte fácil y su bajo contenido en grasa. En aquél año se recomendaba –también– por su rápida cocción y como fuente de minerales y vitaminas. El lomo rojo competía en calidad y precio con el lomo de cerdo. Por esta pieza de carne, situada en la zona superior del animal –como en la vaca–, se pagaba 1.760 pesos la libra. ¡Volví al horror! Los dos lomos se habían convertido –para el 2023– en atrevidos artículos de lujo.
Meditando sobre los apuntes de aquella libreta, me llegó el recuerdo nítido de un tema que me alejaba del beneficio de los animales. Regresé a mis años de infancia para mirarme otra vez. Cuando yo era una jovencita, había un simpático hombre vestido con ropa liviana y sombrero gris, que trabajaba en el jardín de mi casa. No era un chico, tampoco un hombre maduro. Lo veía en el césped al momento de abrir las cortinas de la sala. Entonces levantaba su rostro de la escoba metálica que tenía en las manos. Sonreía al verme. Luego levantaba su brazo en señal de saludo. Yo se lo devolvía a través del enorme ventanal que nos separaba. Lo llamaba el jardinero. Aquel trabajador, educado y cumplido, ganaba en 1989 –según las notas de “Aniseta”–2.500 pesos. Dos años después, terminó ganándose cinco mil pesos diarios. Tenía contrato en otras casas, de modo que llegaba temprano, puntual, y se iba al atardecer, dejando el pasto a ras del suelo.
Pensé en los jardineros actuales con sus trajes sencillos y sus sombreros puestos para no dejarse atrapar del sol. Hoy llegaban en moto, usaban cortadoras eléctricas, tardaban menos tiempo en arreglar los jardines, tenían un celular recargable. Habían evolucionado, como evolucionó el resto de nuestra población bogotana. Los 2.500 pesos que ganaba el jardinero de mi casa no le alcanzan, al día de hoy, ni para montar en Transmilenio. ¿Qué pensaría, este buen hombre, del alto costo en que vivimos?