Por Óscar Domínguez G.
Confieso que también soy adicto al café como el presidente Petro. Eso sí, duermo vestido, no empeloto, como el inquilino de Palacio.
Soy adicto al tinto instantáneo, de celador, de perezoso, de soltero, de “biato” o echado de la casa, de bueno para nada, del que no quiere morir de estrés.
De mi agenda desaparecieron muchas adicciones. Ellas y los pecados capitales y no capitales se han ido retirando de mí, despacio, sin alharaca, con paso de ganso. Con el correr del tiempo, se mantienen unas, han reaparecido otras adicciones. Es la forma que tiene el tiempo de pecar y empatar para no pasar de incógnito en la vida. El muy bandido.
Padecí incurable adicción a la niñez, la única época en la que me sentí inmortal. Exprimí mi infancia como si fuera un tubo de dentífrico. Frente al pelotón de fusilamiento de los años, convertí la vejez en otra adicción. Nos llevamos bien. (Además, nadie puede escurrirle el bulto a las arrugas).
Como integrante de la aristocracia de gallinero de los cinemas paradiso de barrio, caí fácilmente en la adicción a las revistas de tiras cómicas y a las películas del oeste. Felizmente, he vuelto a ver cintas de Hoppalong Cassidy, Roy Rogers, Alan Ladd, Audie Murphy, Gary Cooper, John Wayne, James Stewart. Soy “Chaplin-y-Cantinflas dependiente”.
Cuando la plata no nos alcanzaba para ir a los matinales dominicales, un colega piernipeludo, Héctor Passos, iba al cine por nosotros y después nos contaba las películas con pelos, señales, besos, desamores, relinchos de caballos y balazos.
A los 12 años caí en el poder blando de esa religión del silencio que es el ajedrez. No me cambio ni por Dios mano a mano reproduciendo partidas de Mijail Tal o de Fischer. Por inasistencia, me han expulsado de varias logias ajedrecísticas.
Padecí severa adición al fútbol que practicábamos en la calle, o en los peladeros del barrio. Está adicción quedó reducida a su mínima expresión. Ahora paso el sombrero pidiendo la limosnita de un buen gol, una chilena, una rabona, salga del guayo que salga.
Nunca me curé de la adicción a Verne, Salgari, Alejandro Dumas. Conservo y releo algunas de sus páginas en las ediciones baratongas de editoriales como Sopena, Tor o Porrúa. Víctor Hugo, “merci” por todo.
Fui adicto a los pecados de la carne, como le dicen en los seminarios a la lujuria. Terminé refugiado en la carne en polvo. El trago, y yerbas no afines, se retiraron hace tiempos a sus aposentos Tuta. Bien idos.
Practico la nietoadicción. Ennietezco a distancia porque mis cuatro nietos viven a miles de kilómetros de distancia de mi quevedesca nariz.
¿Trabajadicto? Negativo. He procurado ejercer el periodismo con amor-humor, como quien cultiva rosas. (Mi madre se tiró en la batica a cuadros cuando me notiticó: Mijo, no lo volví a leer, usted escribe muy enredado).