Los Danieles. Las gestoras sociales

Ana Bejarano Ricaurte

Ana Bejarano Ricaurte

Profundamente elocuente resulta la figura de la primera dama frente a tantos aspectos del Estado, la historia de la lucha feminista y la cultura colombiana. 

La poca investigación y discusión al respecto ha develado figuras importantes en la historia colonial y republicana. Mujeres como Magdalena Ortega de Nariño, quien, además de velar por su esposo tras años de persecuciones y aprisionamientos, fue defensora y habilitadora de su causa humanista. Sixta Pontón de Santander, aunque inicialmente fue realista, tras la muerte de su marido amagó con convertirse en presidenta, y hubiese sido la primera del mundo en 1852. Soledad Román de Núñez ejerció determinante influencia en los mandatos de su cónyuge a quien incluso le impuso funcionarios conservadores. Para ese entonces el matrimonio con un poderoso era tal vez la única manera para que una mujer se acercara a los círculos del poder.  

Pero solo fue hasta María Michelsen de López que se fundó oficialmente el rol de la primera dama como la conocemos en tiempos modernos y le imprimió cercanía con la labor social, en especial a través de la Fundación del Amparo de Niños, una beneficencia para lo que en esas épocas llamaban niños abandonados. 

Y con el tiempo se empezaron a desplegar esfuerzos para coordinar las acciones entre estas ciudadanas con ropaje de funcionarias. En 1999 se creó la Red de Gestoras Sociales, y en el gobierno pasado María Juliana Ruiz celebró los encuentros de primeras damas y caballeros, unas conferencias en las que se expusieron proyectos de lo que ese sector del poder ha denominado la “labor social”. 

No se puede refutar que en algunos lugares de Colombia aquella gestión cumple un papel significativo en el desarrollo social. Pero el uso de la “gestión social” en cabeza de estas señoras viene siendo mal utilizado para hacer política, confundir a los electores y abusar de la función pública que nadie les ha asignado.   

Salió Taliana Vargas, esposa del candidato a la Alcaldía de Cali Alejandro Eder, en Twitter a pedir: “Cali, dame la oportunidad de ser tu gestora social”. Diana Osorio, casada con el exalcalde de Medellín, ahora dizque futuro ministro, Daniel Quintero, rindió cuentas sobre su “periodo” como gestora social e incluso desde los medios de comunicación se ha hablado sobre el “despacho” de la “funcionaria”.  

Además de jocoso es un abuso. Lo ha dicho la Corte Constitucional (sentencia C-089A de 1994), así como el Departamento de la Función Pública: las primeras damas, cónyuges o parejas de los mandatorios y mandatarias no son funcionarias públicas. No cumplen ningún rol institucional, más allá de los actos protocolarios o de beneficencia pública que sus parejas les permitan.   

Y así debe ser porque la idea de que la esposa de un mandatario debe atar su destino vital al de su marido reproduce estereotipos dañinos. Como si el único destino posible de esas mujeres fuese el de cargar las maletas de sus parejas, constreñidas a cortar lazos o a la benevolencia. Es el estereotipo de la mujer salvadora, madre eterna y abnegada cuyo llamado más apremiante es el de cuidar a los desfavorecidos. También el de la señora que existe y actúa en virtud del marido.   

Además, la “gestión social” no es una arandela del Estado. El cuidado de la niñez no debería ser el proyecto de las señoras aburridas, es un compromiso público cuyo incumplimiento sistemático deriva en pobreza y desigualdad estructural.    

Es, de nuevo, instituir labores de cuidado que nadie reconoce y lo más peligroso es que sobre ellas no hay veeduría social. Porque Diana Osorio no fue una funcionaria de la Alcaldía, ni lo será Taliana Vargas si su esposo se hace hoy al primer puesto en la capital valluna. No hay posibilidades de controlar su gestión como sí ocurre con los funcionarios que hemos elegido. Son oficios que se pueden ejercer sin riesgos disciplinarios, penales o patrimoniales.

Claro que desde esos esfuerzos pueden ocurrir cosas trascendentales como el impulso de políticas públicas útiles. Así lo hizo María Clemencia Rodríguez de Santos al promover por el Congreso la ley sobre la primera infancia ―de cero a siempre― que hoy nos rige. Pero la verdadera liberación femenina implicaría que las mujeres que acompañan a los hombres que nos gobiernan no tuvieran que abandonar sus profesiones e intereses para ayudar a sus parejas. Una buena regulación que evite conflictos de interés podría prever lo que ya ocurre en muchas democracias en las que se ha abolido la figura de la primera dama para evitar jaulas de oro que perpetúan estereotipos.  

Y, lo mejor, a diferencia de Ortega, Pontón y Román, si Osorio o Vargas o cualquier otra de las autodenominadas “gestoras sociales” quieren hacer política, tras tantos años de lucha feminista, la pueden hacer en nombre propio y ser elegidas y desde ahí transformar realmente la “labor social” por la que tanto predican. 

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