Los Danieles. Los niños del Amazonas

Daniel Coronell

Daniel Coronell

Mi mamá me dijo que un libro era el mejor remedio para la tristeza. Quizás a usted también le dispararon en su niñez una de esas frases rotundas que se quedan en la memoria para siempre. Han pasado muchos años desde cuando me lo dijo y tal vez ella no lo recuerde. Fue un lunes cuando me llevó a comprar el libro de la semana de la colección Ariel Juvenil Ilustrada. Costaba cinco pesos y el de esa entrega era El Tesoro de los Incas de Emilio Salgari. Lo que nunca esperé es que en uno de los momentos más difíciles de mi vida recuperaría la ilusión y algo de alegría no leyendo un libro –como me ha funcionado por tantos años– sino escribiéndolo.

Estaba lleno de trabajo, hasta un límite agobiante, y además lidiando con situaciones difíciles de salud en mi familia. Lo que menos necesitaba era un proyecto más, pero terminé metiéndome por culpa de Isaac Lee y de María del Rosario Laverde. 

Isaac, que es una máquina de producir ideas y dirige una casa productora en Los Ángeles, me llamó desde el otro lado del mundo para hablarme de lo importante que era contar la historia de los niños indígenas sobrevivientes de un accidente aéreo y de cuarenta días en la selva. En unos minutos me habló del Amazonas, de la emergencia climática, del yagé y del boom mundial por las drogas psicodélicas. 

Esa misma noche me encontré con María del Rosario Laverde en un restaurante mexicano de Coral Gables. Ella es la editora de opinión y correctora de Cambio pero sobre todo es una persona que quiero y en quien confío. Le hablé del proyecto como quien no quiere la cosa. Se entusiasmó de inmediato, me convenció de que podía hacerlo, me ofreció su ayuda y me empujó a emprenderlo. Cuando estábamos terminando el postre sentí que ya estaba irremediablemente embarcado.

Al día siguiente hablé con mis amigos y colegas de tantos años Ignacio Gómez y Carlos Cárdenas. Ellos me brindaron una mano generosa con la consecución de testimonios y personajes para la investigación. Recién empezábamos a trabajar cuando los tres hablamos –ellos de manera presencial y yo por videoconferencia– con un personaje inolvidable. Se llama José Rubio y es el chamán huitoto del Araracuara quien, después de cuarenta días y en un trance de yagé, indicó el lugar exacto en el que estaban los niños que no habían podido ser encontrados por los baquianos indígenas y los militares mejor entrenados de Colombia.

Don Rubio o el mayor Rubio, como lo llaman los indígenas, nos explicó con paciencia su labor como curandero, los secretos del uso del yagé para este propósito y nos entregó un relato místico de su encuentro con un espíritu de la selva que –de acuerdo con su versión– tenía a los niños. Después de esa entrevista me di cuenta de todo lo que me faltaba entender para intentar contar la historia.

También resultaron vitales para el libro las conversaciones que, por separado, sostuvimos Carlos Cárdenas y yo con el general Pedro Sánchez, el jefe del Comando Conjunto de Operaciones Especiales, un hombre excepcional que con inteligencia y sensibilidad supo dirigir con energía o permitir que lo hicieran los indígenas hasta encontrar a los niños.

Varios rescatistas militares e indígenas compartieron sus vivencias con nosotros y nos revelaron las tensiones que surgieron y las situaciones desconocidas –algunas cómicas y otras aterradoras– de la búsqueda fallida. El soldado profesional Christian David Lara, compañero de Wilson el perro rastreador que encontró las primeras huellas de los niños, relató las hazañas y el extravío del pastor belga malinois que se ganó el cariño de millones de personas en el mundo.    

Este es un relato de múltiples capas: la vida de unas comunidades indígenas sobrevivientes del genocidio cauchero de comienzos del siglo XX, su forma de ver la selva y la manera de interactuar con ella, las difíciles vidas de unos niños en una familia disfuncional, la operación informal de la aviación en la selva y en el llano, la relación de estas comunidades con los diferentes actores armados incluyendo las fuerzas militares, la incomprensión y la desconfianza entre civiles y militares, y aún más entre militares e indígenas, pero sobre todo el choque de la ciencia occidental con el conocimiento milenario de los indígenas.

Daniel Samper Pizano leyó el borrador de los primeros capítulos y me los devolvió con observaciones inspiradoras que buscaban la fluidez del relato en contraposición con mi excesivo apego por los detalles. Gracias a su mirada experta y a su consejo el relato fue ganando ritmo.

Ojalá alguien disfrute leer este libro. Debo decir que a mí me gustó escribirlo por lo que tuve que estudiar y oír para hacerlo pero sobre todo porque me devolvió las ganas de vivir.

LOS NIÑOS DEL AMAZONAS

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