Por Óscar Domínguez G.
Cuando te celebran el día de la madre o del padre o el cumpleaños te atiborran con toda clase de elogios pluscuamperfectos. Es como si te hubieras muertos (De los muertos hablar solo lo bueno, dicen que decían los romanos). Pero viene lo que llaman el guayabo o el desencanto del día después.
Toca volver a la realidad, a ser un don nadie, un suscriptor más del directorio telefónico. Un n.n. con cédula de alguna parte.
Un mandadero más. El que saca el perro a mear. O la basura. El que espanta los ladrones y/o abre la puerta para decirle no al vendedor de aspiradoras. O de tamales o mazamorra. O al pacífico sujeto que trata de hacernos cambiar de iglesia, versículo en mano.
A partir del día siguiente nos toca decir con el pusilánime Eneas Flores de Apodaca: «No salgo de debajo de la cama porque en esta casa mando yo».
O: «En esta casa se hace lo que yo obedezco».
El día después, los arrumacos recibidos la víspera son carne de alzhéimer, polvo de olvido. Periódico de ayer. Nostalgia. Paja.
Medias que salen con todos los vestidos y calzoncillos nuevos, matapasiones, como de preso, han enriquecido nuestro ropero.
Todavía disfrutamos la música celestial de las llamadas de la prole: “Eres el mejor papá del mundo”. Bella hipérbole, rigurosa y, sobre todo, biológicamente cierta.
Sin ninguna contemplación, volvemos a conjugar verbos en el pasado considerados de rancia estirpe femenina como lavar platos, barrer y su carnal trapear.
Nada de poner solo la música que nos gusta, otro de los postres del día del “cumple”. Dejaremos de tener la razón en todo lo que decimos. Se impone volver al consenso. Nada de imponer las caminatas. Ni el cine, el restaurante, la lectura diaria.
Nada de mirar con ojos golosos los cuartos traseros de la “mujer de al lado”. Esos cuernos virtuales tocaron a su fin a las doce de la noche.
Pasó el cuarto de hora en que podemos dejar la ropa interior o las medias regadas por toda la casa. O hacer pipí con regadera, sin levantar la taza. La presa más grande en el almuerzo ya no será para el adorado cuchicuchi de la víspera que pasa al olvidato. Menos mal de anonimato nadie ha muerto.
«El desayuno o el almuerzo es ese. Comida se la da, pero ganas no. Y punto», se oirá en muchos hogares de la parroquia global. El mando a distancia que regula la democracia en la alcoba nupcial, regresa a su legítima dueña.