RAMÓN COTE BARAIBAR ESPERANZA LÓPEZ PARADA
Siempre joven, siempre arbitrario y siempre enérgico, Álvaro Mutis nos recibió en la habitación de su hotel de la calle del Doctor Cortezo del centro de Madrid a mediados del mes de noviembre del año pasado. Lamentablemente la inflexión de sus palabras, su énfasis, se pierden una vez estas se escriben. Siempre sucede; pero especialmente con este escritor colombiano residente en México desde hace más de 20 años.
Si Neruda decía de Rubén Darío que este fue el elefante que quebró la cristalería del idioma, lo mismo se puede decir de Álvaro Mutis: primero por su tamaño, por el contundente tono de su voz y segundo, por su singular poesía, una de las más importantes y reveladoras escritas en lengua castellana.
Embarcado en una trilogía de la que ya ha publicado La nieve del almirante, su paso por Madrid obedeció a la presentación de Ilona llega con la lluvia y a la corrección de pruebas de Un bel morir, que forma parte de las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero.
Pregunta. En tu obra se advierte una fuerte presencia de figuras históricas. Qué te proporciona la historia, ¿acaso su carácter irremediable?
Respuesta. Algo que me interesa inmensamente es lo que llamo el trazo del destino de un ser. De allí que me interese enormemente y que estén presente personajes, hechos y lugares tanto en mi poesía como en mi prosa. Están presentes porque están presentes en mi vida. Si pongo en La nieve del almirante el libro que reúne los testimonios del preboste de París sobre el asesinato de Luis de Orleans es porque este asesinato es uno de los hechos claves en la historia de Francia. Presupone el agotamiento y la desaparición de una de las posibilidades que se abrían más interesantes en occidente: el gran ducado de Borgoña. En cambio, en La muerte del estratega, evito la precisión histórica y la biografía, porque el personaje es totalmente imaginado. La emperatriz Irene que aparece allí funde dos Irenes que reinaron en muy distintas épocas y lo que me interesa es trazar esa estela en la oscuridad de la historia de un destino.
P. Al ver las figuras históricas a las que continuamente recurres se puede hacer un recuento mínimo: Felipe II, César Borgia, Napoleón, los húsares. Todos ellas son figuras románticas, que se pueden resumir en el estratega, en el vencido, en el último.
R. En esos personajes que has dicho y en algunos más verás un común denominador: es esa condición del destino. No me refiero al azar, aclaro, sino esas esquinas, esas sorpresas que el destino le prepara a la gente. La carrera de Napoleón Bonaparte me interesa inmensamente hasta el instante en que se corona emperador, en donde creo que comete un acto de parvenu italiano de la peor clase. Pero el joven general de poco más de treinta años que dirige los ejércitos de Italia en harapos y toma Italia en una campaña fulgurante y crea en cada uno de los hombres que participó una esperanza, un mundo, donde todos se sienten príncipes y coronados por él, es una maravilla. Sí, es de un intenso romanticismo. En el caso de César Borgia, es otra vez lo mismo. Su padre se convierte en Papa y en un momento dado es el hombre clave de Europa, en el que descansan los franceses para entrar en Italia. Todo esto se derrumba con una rapidez fulminante. Muere en una oscura emboscada en Viana, no se sabe muy bien por qué. Todos los horrores que se dicen de él seguramente son ciertos. Pero hay otra cosa. Ese hombre recitaba en la noche todo Horacio en latín, era un lector de Virgilio y de los grandes poetas latinos, y en los estados que estuvieron bajo su dominio fue un gobernante ejemplar. Lo que me atrae es esa mezcla de dos cosas, que si lo pensamos bien es bastante bizantina: esta capacidad de un mal absoluto y al mismo tiempo este sentido estético fundido en una grandeza.
P. La doble moral.
R. Claro. A los mariscales napoleónicos, muchos de los cuales eran hijos de carreteros y campesinos bastante primitivos, Napoleón les entrega reinos, ducados. En las batallas se portan como perfectos romanos, con una inteligencia que no se sabe si es de ellos o si se la pasa el corso. Esa especie de reino entregado que se va a derrumbar no va a durar porque Europa ya no está para eso, es lo que me fascina.
P. Tus mujeres también son románticas, pero mucho más oscuras que los hombres. Se ha hablado mucho de Maqroll, pero muy poco de Flor Estévez o de Ilona.
R. Está por salir un libro mío dedicado exclusivamente, con excepción de los renglones que le dedico al Gaviero, a sus mujeres. A Ilona, a Larissa, de la cual no saben nada y, en el último libro de la trilogía, Un bel morir, aparece Amparo María. Por cierto, si tú lees con cuidado el poema En los esteros, que es el final de la trilogía, aparece allí Flor Estévez sin su nombre. Las mujeres, yo lo creo así en la realidad, son mucho más sabias. Iba a decir inteligentes, pero es que la palabra inteligencia es una palabra que se ha desgastado completamente. Desgastado y descastado. Son mucho más sabias. Me refiero a esto: las mujeres ven más cosas en un hecho, ven más auras en un ser instantáneamente, saben más esencialmente que los hombres. Los hombres frente a las mujeres siempre tendrán algo de niños. Ningún hombre acaba de ser definitivamente maduro frente a la mujer que ama. Siempre la mujer tiene esa vieja sombra de Deméter, de Perséfone, de Medea, esa génitrix básica, con una parte oscura y con una parte profundamente religiosa.
P. Con una parte cruel.
R. Profundamente cruel, pero es una crueldad que no me espanta.
P. La crueldad y la sabiduría.
R. Y la generosidad absoluta. Justamente Ilona, el personaje femenino más terminado que yo he hecho, no es sino una prolongación de la Machiche de La Mansión de Araucaíma, y es la misma mujer de un poema que yo escribí cuando tenía veinticuatro o veinticinco años que se llama 204. Siempre hablo de la misma mujer. Ahora, esta mujer tiene una madurez, una fuerza, tiene un contacto con las grandes energías genésicas de la tierra que no le permite ya el juego de la coquetería con su sexo. O sea, no es la mujer que excita al hombre y con eso lo envuelve y lo asegura. Yo creo en las mujeres de la Roma antigua, en las grandes reinas, en las grandes mujeres como Catalina de Médicis, como mi adorada, mi entrañablemente querida María Estuardo. Se me puede contestar que estoy idealizando a la mujer. No la estoy idealizando: creo en ese tipo de mujer porque existió.
P. Ya que has mencionado a la Machiche, háblanos de los valores creadores del mal, concretamente en La Mansión de Araucaíma.
R. La Mansión de Araucaíma nació de una conversación que tuve con Luis Buñuel, con quien pasé momentos absolutamente inolvidables. Los dos coincidimos en algunas cosas: en el interés por la literatura surrealista, por William Blake, por Thomas de Quincey, por los autores que le interesaron a los surrealistas, pero, sobre todo eso, el Melmoth de Maturin nos unió mucho en una época, porque él quería hacer una película basada en esta obra. El resultado fue bastante débil. Una noche le dije a Buñuel: “Quiero hacer una novela gótica pero en tierra caliente, en pleno trópico”. Y Buñuel me contestó que no se podía, que era una contradicción, ya que la novela gótica para él tendría que suceder en un ambiente gótico. Para mí el mal existe en todas partes y en la novela gótica lo que se propone es el tránsito de los personajes por el mal absoluto. Esto puede suceder en cualquier parte. Y para demostrárselo escribí un primer tratamiento de La Mansión. A él le gustó muchísimo. Me dijo que escribiera definitivamente el libro como obra literaria. Entonces, esta Mansión es un lugar donde reside el mal, es el reino del mal. Sus paredes no se usan, no se gastan, el tiempo no pasa por allí. La Mansión es una narración que yo quiero mucho y creo que tiene bastantes vinculaciones con estas tres obras que forman la trilogía Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, que son La nieve del almirante, Ilona llega con la lluvia y Un bel morir.
P. Además del espacio del mal, hay en tu poesía y en tu prosa otros lugares que son los lugares de tránsito: las posadas, los hoteles, los bares, los hospitales. Los lugares fronterizos.
R. El primer poema que escribí se llama Tres imágenes y allí ya están algunos de esos pasos evocados. El hotel que aparece en 204 es lo que después van a ser mis hoteles. Yo viví en Bélgica durante toda mi niñez y viajamos mucho. Mi padre estaba en el servicio diplomático y allí vivían mis abuelos maternos. Mi abuelo tenía una finca de café en el Tolima y vendía su propio café en Hamburgo. Viajamos a Francia, Alemania. Entonces para mí desde niño los trenes, los hoteles, son un sitio donde reside la felicidad. Partir para mí es una de las felicidades más absolutas. No me refiero a escapar: es partir. Naturalmente los trenes, los puentes, los ríos, el mar, los buques, que aparecen en mi poesía y aparecerán hasta el último día que yo escriba, son esos espacios donde suceden las grandes celebraciones de mi imaginación, de mis ficciones y de mis demonios.
P. Uno de los problemas del escritor es siempre la duda entre la acción y la reflexión. Una duda barojiana, del 98, incluso una duda de Borges. ¿Esta duda se plantea en tu literatura?
R. Yo no concibo la reflexión como una forma de vida, es algo que a mí se me escapa. Yo no concibo sino la acción. Si tú ves los autores que yo más frecuento, como Joseph Conrad, Dickens, Cervantes, son autores que por su esencia en una u otra forma pintan un mundo itinerante y sumergido en la aventura. Se me podría contestar, y no lo cité con ellos para adelantarme a la respuesta, el otro escritor que a mí me marca definitivamente es Marcel Proust. Yo creo que el hecho de encerrarse entre esas paredes forradas de corcho a escribir un libro es una aventura extraordinaria, y el placer con el que este hombre describe sus viajes a Cabourg y la importancia infinita que en su libro tiene su viaje a Venecia, nos está mostrando un viajero escondido, un viajero virtual, un viajero que no se ignora sino que se conoce, pero que sabe que su salud y sus neurosis y su forma de vida no le permiten desarrollar hasta la plenitud ese anhelo de viajar. Hay un aspecto del viaje que he venido descubriendo a la altura de mis años, que me ha inquietado mucho, y es el interés por desplazarme. En el viajero hay una irresponsabilidad muy grande, hay una soledad gratificante. Tú no eres de ese lugar a donde has llegado y puedes decir y hacer lo que quieras. El ser un desconocido en una ciudad y caminar por los parques, meterse en un bar, -el bar que tiene el mismo valor que una estación de tren y donde todo el mundo está en tránsito-, el meterse en un bar de Chicago, en el barrio irlandés, a tomarse allí unos whiskys y bajarlos con cerveza y hablar con los descargadores de los muelles, o quedarse en un bar de Curazao, de Paramaribo o de New Orleans, de San Francisco, de Madrid o Barcelona, es estar esencialmente de paso y ante todo ser un desconocido. Esta impunidad puede ser una de las razones que me cauce ese placer de viajar.
P. Aparte de la irresponsabilidad, de la impunidad y de la soledad de la que has hablado del viajero, también en el viaje existe una forma casi obligada de acercarse a uno mismo.
R. Claro, por esa razón todo lo que yo escribo, por lo menos en una inmensa proporción, nace y se toman los primeros apuntes viajando. Las largas soledades en los hoteles, en los aviones, son un largo proceso de conocimiento de sí mismo. No de conocimiento de sí mismo; primero eso suena pedante y además no me interesa así. De trato consigo mismo, de relación con sí mismo. Es el “voy de mi corazón a mis asuntos” que dice… ¿Miguel Hernández?… creo que sí.
P. En el viaje qué papel tiene la nostalgia. ¿Viajas para recordar?
R. No. Yo viajo para viajar. Las nostalgias vienen después y son muy agudas. Pero mis nostalgias no están relacionadas con los viajes. Yo tengo nostalgias muy intensas de ciertas cosas. Tengo nostalgia de la tierra caliente colombiana, estrictamente de Coello, la finca nuestra que está en la confluencia de dos ríos en el Tolima. Es una nostalgia intensísima y yo no escribo un solo renglón que no se refiera en alguna forma a esa finca donde pasé muchas de las temporadas que me permitían mi pésima condición de estudiante y mi continua condición de persona que perdía el año.
P. ¿Crees con Eliot que la nostalgia es el alimento de la poesía?
R. Definitivamente.
P. ¿Entonces la felicidad en la poesía está desterrada?
R. La poesía de la felicidad es algo que me produce el mismo efecto que le produjo a don Pío Baroja el nombre de ese periódico que se llamaba El pensamiento navarro. Es exactamente eso. Siempre he tenido una enorme sospecha respecto a la felicidad y tengo la vaga certeza de que es una cosa de asunto protestante o calvinista. Esa cosa que la felicidad está a la vuelta de la esquina es un invento de Hollywood. Puede estar la exaltación de un segundo, puede estar la maravilla de un encuentro, puede ser esa felicidad instantánea que va a causar un dolor infinito porque es como un pequeño fuego artificial que se va a apagar y no nos va a dejar sino dolor, y de ese dolor nos vamos a nutrir.
P. La nostalgia es un sentimiento religioso y tú, a la vez, sientes una nostalgia peculiar por la religión.
R. Tremenda. Inmensa y desgraciadamente, lo digo con mucha sinceridad, no está acompañada de fe. Sin tener fe ninguna yo me siento ante todo occidental, católico y monárquico. Eso es lo que yo soy y si un día en una esquina de la vida hay que morir por eso yo moriría completamente tranquilo. Lo digo sabiendo exactamente lo que estoy diciendo y lo patéticamente ridículas que pueden resultar esas palabras, pero es así.