Por Julie Turkewitz
Fotografías por Victor Moriyama
Reportando desde Guayaquil, Ecuador
Un total de 210 toneladas de droga incautadas en un solo año, todo un récord. Al menos 4500 asesinatos el año pasado, también un récord. Niños reclutados por pandillas. Cárceles como centros de delincuencia. Barrios consumidos por rencillas criminales. Y todo este caos financiado por extranjeros poderosos con mucho dinero y bastante experiencia en el negocio mundial de la droga.
Ecuador, en el extremo occidental de Sudamérica, se ha convertido en pocos años en una tierra de las oportunidades del narcotráfico, con carteles importantes de países tan lejanos como México y Albania uniendo fuerzas con pandillas y bandas de las cárceles, lo que ha desatado una ola de violencia sin precedentes en la historia reciente del país.
La creciente demanda mundial de cocaína alimenta este panorama. Mientras que muchos políticos y legisladores se han centrado en una epidemia de opioides, como el fentanilo, que provoca la muerte de decenas de miles de estadounidenses cada año, la producción de cocaína se ha disparado a niveles históricos, un fenómeno que ahora está haciendo estragos en la sociedad ecuatoriana y ha convertido a una nación que solía ser pacífica en un campo de batalla.
“La gente consume allá”, dijo el mayor Edison Núñez, oficial de inteligencia de la policía nacional ecuatoriana, “pero no saben las consecuencias que pasan acá”.
No es que Ecuador sea nuevo en el negocio de la droga. Ubicado entre los mayores productores de cocaína del mundo, Colombia y Perú, durante mucho tiempo ha sido un punto de salida de productos ilícitos con destino a Norteamérica y Europa.
Pero el auge en Colombia del cultivo de la hoja de coca, ingrediente básico de la cocaína, ha dado lugar a un aumento de la producción de la droga, mientras que los años de laxitud policial en la industria del narcotráfico en Ecuador han convertido al país en una base cada vez más atractiva para la fabricación y distribución de drogas.
La violencia vinculada a las drogas comenzó a aumentar en torno a 2018, a medida que los grupos delictivos locales competían por mejores posiciones en el negocio. Al principio, la violencia se limitaba principalmente a las prisiones, donde la población había aumentado tras el endurecimiento de las penas relacionadas con las drogas y el mayor uso de la prisión preventiva.
Con el tiempo, el gobierno perdió el control de su sistema penitenciario, y los presos obligaban a otros presos a pagar por las camas, los servicios y la seguridad, e incluso tenían las llaves de sus propios bloques carcelarios. Pronto, los centros penitenciarios se convirtieron en bases de operaciones para el tráfico de drogas, según los expertos que estudian Ecuador.
El crimen organizado internacional vio una oportunidad lucrativa para ampliar sus operaciones. En la actualidad, los carteles más poderosos de México, Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, son financiadores en el terreno, junto con un grupo procedente de los Balcanes al que la policía llama mafia albanesa. Grupos locales de delincuencia callejera y carcelaria con nombres como Los Choneros y Los Tiguerones trabajan con los grupos internacionales, coordinando el almacenamiento, el transporte y otras actividades, según la policía.
La cocaína, o un precursor llamado pasta base de coca, entra en Ecuador desde Colombia y Perú, y suele salir por vía fluvial desde alguno de los ajetreados puertos del país.
De los aproximadamente 300.000 contenedores que salen cada mes de Guayaquil, una de las mayores ciudades de Ecuador y uno de los puertos más activos de Sudamérica, las autoridades solo pueden inspeccionar el 20 por ciento, según el mayor Núñez.
Hoy en día, la droga se transporta desde los puertos ecuatorianos escondida en suelos reconstruidos, en cajas de bananas, en palés de madera y cacao, antes de aterrizar finalmente en fiestas de ciudades universitarias estadounidenses y clubes de ciudades europeas.
En Guayaquil, una ciudad húmeda enmarcada por colinas verdes, con una población metropolitana de 3,5 millones de habitantes, las rivalidades entre grupos delictivos se han desbordado a la calle, produciendo un estilo de violencia atroz y público, claramente destinado a inducir el miedo y ejercer el control.
Los noticieros de televisión se llenan regularmente de noticias sobre decapitaciones, coches bomba, asesinatos policiales, jóvenes colgados de puentes y niños asesinados a balazos a la puerta de sus casas o escuelas.
“Da pena. De verdad que da pena”, dijo una persona que ejerce liderazgo comunitario y pidió no ser identificada por razones de seguridad. El barrio de esa persona se había transformado en los últimos años, con niños de hasta 13 años reclutados a la fuerza por grupos criminales. “La gente los amenazan”, dijo. “‘¿No entras? Te matamos a tu familia’”.
En respuesta, el presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, un político conservador, ha declarado varios estados de emergencia y enviado al ejército a las calles para vigilar escuelas y negocios.
Más recientemente, Los Choneros y otros han encontrado otra fuente de ingresos: la extorsión. Comerciantes, líderes comunitarios e incluso proveedores de agua, recolectores de basura y escuelas se ven obligados a pagar un impuesto a los grupos criminales a cambio de su seguridad.
Dentro de las prisiones, la extorsión es habitual desde hace años.
Una mañana reciente en Guayaquil, Katarine, de 30 años y madre de tres hijos, estaba sentada en un bordillo a las puertas de la mayor prisión del país. Su esposo, agricultor bananero, había sido detenido cinco días antes tras una pelea callejera.
La llamó desde la cárcel para pedirle que transfiriera dinero a una cuenta bancaria de una pandilla. Si no pagaba, le explicó, lo golpearían y posiblemente lo electrocutarían.
Katarine, quien por razones de seguridad pidió que solo se utilizara su nombre de pila, acabó enviando 263 dólares, aproximadamente el sueldo de un mes, que consiguió empeñando sus pertenencias.
Ella estaba “más que desesperada”, dijo, preguntándose por qué las autoridades no hacían más por controlar esta práctica. Cada persona encarcelada, dice, es un contribuyente más para los grupos criminales.
La violencia ha traumatizado a muchos ecuatorianos, en parte porque el cambio en la suerte del país ha sido tan dramático.
Entre 2005 y 2015, Ecuador fue testigo de una transformación extraordinaria, ya que millones de personas salieron de la pobreza, impulsados por la ola de un auge petrolero cuyos beneficios el entonces presidente, Rafael Correa, de izquierda, vertió en educación, salud y otros programas sociales.
De pronto, las amas de casa y los albañiles comenzaron a creer que sus hijos podrían terminar el colegio, convertirse en profesionales y vivir vidas totalmente distintas que las que tuvieron sus padres. Hoy, esos ecuatorianos ven cómo sus barrios se deterioran en medio de la delincuencia, las drogas y la violencia.
El declive del país también se vio agravado por la pandemia, que, como en otras partes del mundo, golpeó la economía con dureza. En la actualidad, solo el 34 por ciento de los ecuatorianos tiene un empleo adecuado, según datos del gobierno, frente a un máximo de casi el 50 por ciento hace una década.
En algunos barrios, dicen los líderes comunitarios, las dificultades económicas están empujando a los jóvenes a la delincuencia, lo que empeora la crisis de seguridad.
Durante otra mañana en Guayaquil, Ana Morales, de 41 años, estaba en un cementerio muy grande. Visitaba una cripta blanca que contenía los restos de su hijo, Miguel, quien había sido peluquero y padre. Morales contó que, cuando se le acabó el trabajo durante la pandemia, él robó un celular para pagar medicinas y comida, lo que lo llevó a la cárcel.
Aquello resultó ser una sentencia de muerte. Mientras estaba allí, estalló un motín entre las pandillas de la prisión. Supo que su hijo había muerto cuando vio su cuerpo en un video en directo del tumulto.
Fue una de las más de 600 personas fallecidas en disputas carcelarias desde 2019, según el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, una organización sin fines de lucro de Guayaquil.
Morales ayudó a fundar el Comité de Familiares por Justicia en Cárceles, un grupo que ha demandado al Estado ecuatoriano, acusándolo de violar los derechos humanos de los presos y exigiendo reparaciones integrales.
Su objetivo es hablar por “las otras madres que lloran, que se han quedado en sus casas agarrando sus almohadas”.
“Estamos en una crisis terrible”, dijo, “a nivel tanto carcelario como afuera, en las calles”.
La crisis ha salpicado al gobierno, donde algunos funcionarios han sido cooptados por grupos criminales. Algunos periodistas han huido, fiscales han sido asesinados y activistas de derechos humanos han sido silenciados por investigar o denunciar la delincuencia o la corrupción.
Según las encuestas, el índice de aprobación de Lasso es bajo, y en mayo, enfrentado a un juicio político por cargos de corrupción, disolvió la Asamblea Nacional y convocó nuevas elecciones. Los ecuatorianos elegirán un nuevo presidente y una nueva asamblea legislativa en agosto, con una posible segunda vuelta en octubre, en un momento en que el país se encuentra en una encrucijada política y la violencia se intensifica.
En Guayaquil, la policía ha intentado combatir la delincuencia con redadas nocturnas en zonas de alta violencia.
Una noche reciente, una caravana de vehículos policiales atravesó Durán, una ciudad cercana a Guayaquil. En media decena de paradas, salieron a la calle con chalecos antibalas y pasamontañas negros, ordenaron a los hombres que se tiraran al suelo, lo que provocó que niños en pijama chillaran en los brazos de sus madres.
Realizaron tres detenciones a lo largo de varias horas, a veces sacaron piedras blancas del tamaño de un puño, presumiblemente drogas, del interior de alguna casa.
De vuelta al vehículo, los agentes hablaron de los retos a los que se enfrentaban.
Uno de ellos, quien pidió anonimato para poder hablar con libertad, dijo que lo que Ecuador necesitaba realmente era un líder que se centrara en la delincuencia. Uno de los nombres que mencionó fue el del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, quien se ha ganado la atención mundial, pero también acusaciones generalizadas de abusos contra los derechos humanos, por su tasa masiva de encarcelamientos y la caída en picada de la tasa de criminalidad.
“Necesitamos una persona como la de El Salvador”, dijo el oficial, y explicó que le gustaba cómo Bukele “toma las riendas de la seguridad”.
La falta de fondos, explicó el agente, significa que los agentes paguen de su propio bolsillo para arreglar los vehículos. En lugar de radios, utilizaban sus propios celulares para comunicarse. Como los delincuentes tienen mucha mejor tecnología, dijo, “estamos en una desigualdad con el crimen ilícito”.
Thalíe Ponce colaboró con reportería desde Guayaquil, José María León Cabrera desde Quito y Genevieve Glatsky desde Bogotá.
Julie Turkewitz es jefa del buró de los Andes, que cubre Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú, Surinam y Guyana. Antes de mudarse a América del Sur, fue corresponsal de temas nacionales y cubrió el oeste de Estados Unidos. @julieturkewitz