Por Óscar Domínguez G.
Le guardo fidelidad canina al centro de Bogotá que está de cumpleaños. Japiberdi. En lealtad con la ciudad me queda chiquito el perrito de la Víctor. Hace cuarenta y cinco años “y monedas” llegué en busca del sueño-insomnio bogotano, y de una convertí el centro en mi hábitat laboral y sentimental. La ciudad era un aguacero perpetuo.
Dicho en letra de bolero: “Antes de conocerlo lo adiviné”. Nacimos el uno para el otro. Fue un clásico amor a primera vista. Nos extrañamos como la ribera a la ola.
En el desaparecido restaurante Frutalia, de la 22 con carrera 8ª se apretujaba la diáspora paisa. Como la nostalgia entra por el buche, allí calmábamos la urgencia de despachar esa segunda trinidad bendita que cantó Gutiérrez González: frisoles, mazamorra, arepa.
Al centro se va a ejercer el noble oficio de N. N. A untarse de anonimato, una de las calladas formas de la felicidad. A volverse multitud. A leer el paisaje citadino. A ver solo a quien nos interesa. Y a recibir en pago la misma moneda.
La calle 12 con carrera séptima donde todos se encuentran sin conocerse. Foto Tripadvisor
Nunca me dejé desplumar en un restaurante de la guia Michelin pero en cambio he sido reincidente en el Restaurante La Puerta Falsa, ahora de capa caida por la pandemia. Gracias, Universidad del Rosario, por darles una buena mano a los propietarios. de ese ícono del tamal con chocolate o aguapanela y otras delicias de la gastronomía rola, ala.
De pronto toca redistribuir el ingreso con algún raponero urgido de llevar aguapanela a casa. Más de una vez me han bajado de pinta. No importa. Para todos hay.
Tengo foto instantánea con el fondo del Edificio de Avianca. Cubrí para Todelar de la 19 con 5ª el incendio de su piso 13. Lo “apagué” y dos días después me casé con “fermosa” mujer de todo el maíz.
Fui amigo secreto de Miguel Ángel, un viejo acordeonero de la Séptima, hermanado por la ceguera con sus colegas Leandro Díaz, Steve Wonder, Andrea Bocelli y José Feliciano.
Miguel ‘Angel interrumpia su melancólico canto par dar las gracias cuando oía «el ruido de las monedas al caer».
Estudié francés en la Alianza del centro con monsieur Noé Adarme, santandereano de todo el mute. Al lado, en Dominó, le di de comer a la gula.
Le he seguido la pista al café El Automático, con más pasado que presente, y ningún futuro. En el café Saint Moritz he tomado tinto con el fondo musical del tas-tas de las bolas de billar. Que no falte el fuerte olor amoniacal de quienes aligeran ostentosamente el riñón. No entré nunca al Gun Club pero en cambio al Jockey tampoco.
Las librerías “agáchense” han engordado sus arcas a costillas mías. Tampoco mucho. No exageremos. Conozco a Célico, librero famoso. No rebaja un peso. No insistan.
En el club de ajedrez Lásker, donde se filmó la cinta La defensa del dragón, jugué y perdí con una extraña variante de la apertura Ruy López, regalo del maestro Boris de Greiff. Más de un ocio lo llené en el club de ajedrez Capablanca (q.e.p.d.).
De pronto entro a las iglesias del sector a pedir el milagro de necesitar menos a cambio de vivir más. O a “notificarle” al que fabrica estrellas que así estoy bien. Que no recibo un peso más.
Pago por ver los Circos del Sol de pedal que montan algunos reyes del rebusque en plena Séptima, esa ONU de cemento. Redistribuí mi ingreso con el Artista Nacional y su desdentado secretario perpetuo en sus púlpitos de los Parques Santander y Nacional donde arrasaban con la sintonía.
De pronto encuentras exquistos artistas del dibujo como el que acompaña estas líneas.
Dibujante y modelo en el rebusque de la carrera séptima con calle 20, en el centro bogotano. Foto El Espectador.
Con descuento para viejos, vi películas en la vieja Cinemateca Distrital para mi solito. Como El Tío, de Jacques Tati, en la que conocí un paso cebra.
Ya casi me aprendo la receta del chocolate de La Florida, cerrada por el lío este. La pesquera Jaramillo me debe en buena parte su crecimiento pues he sido consumidor de sus hamburguesas de carne. O de pescado,para variar.
Más de una vez me condecoraron las palomas de la plaza de Bolívar lo que me llevó a celebrar que las vacas no vuelen.
A veces les digo adiós a los sitios donde funcionaron El Cisne, la Droguería Nueva Yorkmcon nadaistas o sin ellos, el Chalet Suizo con chimenea incluida, El Zaguán de las Aguas. O gasto en el Belalcázar, Sorrento, La Romana, El Pasaje, El Trébol o el Refugio Alpino que al final aceptó la jubilación después de haber arropado a los mayores egos de la parroquia. (Quien no comió ajiaco en el apartamento de Gloria Helena Rey o de Pepe Romero, inventor de Colombia Press, no sabe de la que se perdió. Ambos tuvieron el centro por escenario).
Hubo azotada de baldosa – y dejada de la quincena- en los bares Puerto Rico (Jiménez con Sexta, sótano), El Inglés, Titanic, Carrera 4a. entre Jiménez y Calle 14. El Paladium, de Faes Ossman, fue otro parche para dejar el cueron y el alma en la pista.
Párrafo aparte amerita el Goce Pagano que reunia a la socialbacanería bajo la batuta de Gustavo Bustamante. Pagano César, quien estuvo en los inicios del Goce, hizo rancho aparte.
El señor Alzhéimer me niega el nombre del café que había en la Calle 16 con Carrera 6a., abajo de La Republica. Allí confluíamos palabrotraficantes o cuartilleros de El Espectador, El Tiempo, La República, Todelar, Caracol, El Siglo. Para los corrientazos mencionaré el restaurante La Tia, al lado del hígado del «nuevo» capitolio. El sector está lleno de lugares de ese corte adonde van algunos honorables congresistas con sus damas.
Que no falten citas de amor y de negocios en la esquina de El Tiempo.
Pero la joya de la corona del centro es La Candelaria donde ciudadanos de todos los dioses caminan entre la leyenda. Se siente la compañía del suicida Silva, del infantil y blasfemo Pombo, del panfletario y apátrida Vargas Vila, cuyos restos importó su colega escéptico Jorge Valencia Jaramillo, el poeta triste. No pierda ocasión de saludar a Elvira, la hermana de Silva, ”bella solo de perfil”, en su refugio de la Casa de Poesía.