Enrique Santos Calderón
Gustavo Petro llega a su primer año de gobierno en medio de una seria crisis. Nunca antes el hijo de un mandatario en ejercicio había sido detenido por lavado de activos e ingreso de dineros calientes a la campaña de su papá. Hay quienes aseguran que “hasta aquí llegó”.
Aguantará, pero el escándalo golpea duro su gobernabilidad y lo castigará en las elecciones regionales de octubre. Recuerda el tristemente célebre proceso 8.000 que traumatizó desde un comienzo al cuatrienio de Ernesto Samper a mediados de los años 90. Circunstancias y épocas distintas, sin duda, pero similares en cuanto puede convertirse en factor que socave irremediablemente la credibilidad y capacidad de ejecución de Petro. El 8.000 fracturó al país, involucró a Estados Unidos (que despojó a Samper de visa) e impidió que un presidente preparado se concentrara en un programa de gobierno liberal y progresista.
El actual terremoto político tendrá repercusiones aún imprevisibles. Difícil saber cómo se desarrollará el proceso que enfrentan Nicolás Petro y su exseñora Day (también en esto el caso es singular) y cuáles serán sus reales efectos jurídicos y políticos. Los económicos esperemos que no sean significativos. En improvisados sondeos de opinión de cadenas radiales muchas voces pedían la renuncia de Petro, aunque pesan más los llamados a la calma del empresariado y de sectores liberales y conservadores que temen —con razón— un desbarajuste institucional.
En un mensaje de abril del año pasado, Gustavo Petro alertaba sobre un plan para infiltrar su campaña con dineros del narcotráfico y advirtió que “solo se recaudará dinero en la gerencia nacional y por préstamos del sistema financiero”. El gerente de su campaña, el hoy presidente de Ecopetrol Ricardo Roa, aseguró hace poco que nunca hubo aportes ilegales y dijo incluso que no se recibieron recursos “de forma directa ni indirecta de Armando Benedetti o algunos de sus referidos”. Otra es la historia si la colaboración de Nicolás Petro con la Fiscalía confirma que dineros de personajes como el Hombre Marlboro o el Turco Hilsaca sí ingresaron a la campaña de su padre.
Antes de posesionarse como jefe del Estado, Gustavo Petro le había dicho a El País de Madrid que “si fracaso, las tinieblas arrasarán con todo”. No sé si estará arrepentido de semejante exabrupto, que refleja su afición al lenguaje apocalíptico, pero con o sin tinieblas el país no se derrumbaría si fracasa. “Ni revolución ni catástrofe” —título de reciente columna de María Teresa Ronderos— me parece acertada síntesis del primer año que mañana cumple el gobierno del Pacto Histórico.
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En medio de tantos balances disímiles de la gestión presidencial prima el consenso de que ha habido mucho anuncio y poco resultado. Es cierto que en un Estado paquidérmico como el nuestro todo se demora y enreda, pero la cosa se agrava cuando en el ejecutivo —el poder que ejecuta, el que hace cumplir— hay obvios problemas de coordinación, comunicación e implementación que explican, entre otras cosas, el pobre balance de su agenda legislativa. Se hundieron, aplazaron o embolataron reformas claves del cambio prometido (laboral, salud, pensiones, ley de sometimiento, legalización del consumo de cannabis, humanización del sistema carcelario…) y, tras los reveses sufridos en la elección de dignatarios del Congreso, el trámite de las reformas pendientes puede enredarse aún más. Salvo que el presidente logre propiciar una milagrosa “unidad nacional”.
De este primer año habría que destacar —y esto lo hizo muy bien el general Óscar Naranjo en entrevista con Yamid Amat— la fortaleza institucional colombiana que reflejó la ordenada transición hacia el primer gobierno de un presidente de la izquierda radical que acata el orden legal vigente. Las controversias con la procuradura Cabello Blanco no lo convierten en un dictador como claman estridentes voces opositoras. Pero si quiere reencaucharse en los tres años que le quedan, Petro debe volver más convincentes sus prédicas de paz y justicia ambiental y social. Acompañarlas con fuerza tranquila y no pendenciera para ver si logra estrechar la brecha entre lo dicho y lo hecho.
En temas tan calientes como la inseguridad urbana y las “paz total”, por ejemplo. El primero por el desespero creciente de ciudadanos que, comenzando por Bogotá, temen salir a la calle por los diarios atracos a mano armada de pandilleros cada vez más descarados. En el eterno tema de la paz, el inicio formal de conversaciones con el ELN podría conducir a un resultado diferente. El cese al fuego ha sido construido con cuidado y si perdura sin incidentes durante los 180 días pactados se habría avanzado mucho.
Varias veces he expresado mi escepticismo sobre la voluntad de paz de una guerrilla tan mañosa y dogmática como el ELN, pero la esperanza es lo último que se pierde. Quién quita que esta vez sí hayan entendido que su lucha armada es una insensatez y no se dediquen a prolongar indefinidamente las conversaciones. Llama la atención —dicho sea de paso— que al mismo tiempo en que le piden plata al Gobierno para mantener a sus combatientes mientras no secuestran ni matan, se revela que una alianza con empresarios torcidos para robarle crudo a Ecopetrol les producía ochenta millones de dólares al año. Habrase visto.
PS: Por encima de peticiones y reclamos, Claudia López abrió la licitación para el Corredor Verde por la carrera Séptima. Insiste pues en quitarle dos carriles a una de las vías más congestionadas del país, ya semiparalizada por las obras del metro. Un despropósito que nos hará pensar mucho en la fogosa alcaldesa cuando estemos en medio del colapso total del tráfico bogotano.