Por Óscar Domínguez G.
Hacer cola y protestar son dos de los grandes pasatiempos colombianos. Aquí hay que hacer cola hasta para morir. Nadie se muere la víspera, sino cuando le toca en la fila india trazada por el caprichoso azar.
Cómo será de jarto hacer cola que hay personas y empresas que se dedican a hacerla por otros. En Japón desarrollaron una silla que hace cola por su propietario.
Les debe ir de maravilla a los hacedores de colas, porque nada más deprimente que gastarse la vida detrás de una cola que no sea la de una mujer de teléfono anatómico 90-60-90.
Protestamos porque la cola no se mueve, porque los empleados que atienden en la ventanilla son lentos, hablan con el vecino, se enamoran, toman tinto, almuerzan, pagan arriendo, guasapean. ¿Cómo se les ocurre hacer prosaico pipí, justo cuando era nuestro turno?
Protestamos cuando alguien se cuela en la fila, o cuando el gerente del banco le pasa a uno de sus cajeros la consignación de su tiniebla de turno por debajo de cuerda. O de frente. ¿El poder para qué?
Solo hay un sitio donde nadie protesta cuando hace fila. Ese lugar único es la embajada de Estados Unidos, en Bogotá.
Todos allí somos mansas palomas. A nadie se le ocurrirá pegarle el grito al gringo -o al paisano- de la ventanilla para que apure. Ni modo de decirle que trabaje que para eso le paga el Tío Sam.
No, el que va a pedir la visa hace cursillo para santo Job y espera sin chistar. Inclinada la dura cerviz. Humildad, mi negro. El sueño americano se merece esa y todas las esperas.
¿Que no se puede tener activo el celular? Haberlo dicho antes. El cachivache permanecerá silenciado el tiempo que sea. El que manda manda.
¿Qué lo convocan a una hora determinada y lo están llamando horas después? De malas, como dice la vice Francia Márquez. ¿Que la foto que llevó no deja al aire sus espléndidas orejas para que la CIA o la DEA lo rastreen por esos apéndices? Pues a repetir fotos. Las orejas como que contienen información privilegiada Los hermanos pudientes del norte como los llamaba el general Torrijos, siempre tienen la razón de la sinrazón.
Nadie se atreve a moverse de su sitio, ni espantar una mosca que se amañó en el pescuezo, pensar mal del inquilino de turno en la Casa Blanca, por temor a que lo llamen y se pierdan chicha, calabaza y miel.
El colombiano que aspira a largarse de Locombia solo tiene ojos y oídos para el tirano de la siniestra ventanilla. Sabe que en su casa, la primera línea de sus afectos espera la llamada cuando abande la embajada. Por la cara que exhiben los que abandonan la embajada se adivina fácilmente si podrán o no tomarse selfis con Mickey Mouse o el Pato Donald.
Testimonio de una familia
Comparto el testimonio de una madre de quince hijos (son menos, pero es para despistar a la CIA) que anduvo por la embajada gringa sacando visa:
Los nervios – cuenta- empiezan desde la noche anterior. Sueña uno con la entrevista, si logra dormir. Si no duerme, sueña despierto.
Los nervios te hacen llenar mal el formulario. Mi Adalberto Epaminondas (su nombre ha sido ligeramente alterado) escribió donde le preguntan por el sexo: femenino. Esto me hizo doler la cabeza porque de pronto niegan la visa por incoherencias.
Cuando uno llega a la embajada, en la mañana, bien desayunado, todo organizado, con los mejores chiros (que no se vea la pobreza), empiezan más fuertes los nervios porque te reciben muchachas colombianas, aceleradas, que revisan los formularios. Te dicen a uno en letra pegada lo que debes corregir.
No me atreví a pedirle que me repitiera las instrucciones porque de pronto me colocaba alguna señal para que los gringos me negaran la visa.
Preguntan cuáles vienen por convenio, o recomendados por una empresa. Nos tocó una fila pequeña. Nos colocaron unos papelitos color azul en la camisa, a otros color verde, a otros, amarillo.
Empiezan las filas. La primera, en la ventanilla 14 para los de convenio. Nos hicieron parar ahí como hora y media con la ventanilla cerrada. La gente ni se atrevía a sentarse.
Luego de que se abre la ventanilla revisan los pasaportes, registro civil de matrimonio, registros de los niños, verifican las firmas de la carta de la empresa y las fotos.
A mi me hicieron salir a repetir la foto porque tenía mucho pelo en las orejas. De nuevo a entregar el pasaporte. Y a esperar otra media hora para hacer fila en la ventanilla 15 para tomar la huella digital.
Siéntese otra vez. No nos atrevíamos a ir al baño ni a la cafetería. Entonces quietecitos unas dos horas más para la entrevista con la cónsul en la ventanilla 18.
Habló mi marido. Yo a su lado, cómplice, mostrándole seguridad a la doña. Le preguntó a mi adorado Epaminonadas si había tenido problemas con la justicia americana o colombiana. Fue muy insistente. Lo miraba a los ojos. Quería ver si se ponía nervioso. Pero no, mi Epami estuvo muy seguro. Lo amo.
La doña se ponía los dedos en la boca y miraba a la pantalla, buscaba y miraba a Epami y qué nervios. Por un momento pensamos: hasta aquí nos trajo el río.
Al final nos dijeron: todo está listo, pasen a Domesa (la empresa de correos que también hace su agosto).
Sale uno con el corazón henchido de la emoción. Con una sonrisa que no le cabe en la cara. Y ahí termina la odisea, pero gracias a Dos no se perdió el tiempo ni los casi cinco melones (millones) invertidos. ¡Mamá, triunfamos!