Por Óscar Domínguez G.
Para Rosita Castellanos, la señora del tinto, todos los días era 1º de mayo, día del trabajo, y 27 de junio, Día Nacional del Café. Vivía en mayo y junio permanentes.
En plena celebración del aniversario de la creación del día cafetero (Ley 1337 de 2009), doy fe de que Rosita era una ternura que venía en estuche pequeño, como los perfumes exquisitos. Un Chanel no. 5 boyacense, Provocaba agarrarla a picos. Con nadie tuvo nunca un sí ni un no. Ni siquiera un tampoco.
Verla trabajar era una fiesta, un paseo de día entero. Si me entrevistaran para la televisión de Bramaputra sobre el oficio con el que me habría gustado ganarme los garbanzos, respondería que como «señora del tinto». Ojalá a la manera de esta diminuta ráfaga que nos nivelaba a todos por lo alto con su expresión cundiboyacense del «sumercé».
Servir el tinto era para ella ceremonia, tic, pausa, recreo, ritual, misa, fiesta, costumbre, obra de misericordia. Verla no más equivalía a una sesión de sauna y turco. Veía a cualquiera bajo de forma y le trepaba la moral al último piso. Era siquiatra aficionada sin que la empresa tuviera que incurrir en gastos adicionales por ese concepto.
Sábados y domingos nos castigaba con su diminuta y sonriente ausencia. Los lunes valían la pena por la llegada de Rosita a la agencia de noticias Colprensa, donde prestó sus servicios.
Los personajes que visitaban la agencia preguntaban primero por ella. Solo después de despachar el café que les servía se decidían a soltar la sin hueso. Algo le echaba al tinto para que aflojaran la lengua. Era su forma de hacer reportería, de contribuir a la productividad noticiosa de la empresa que nos pagaba por hacer lo que más nos gustaba.
No era brava. Bravita sí cuando descubría que habíamos dejado enfriar el café, o su carnal el agua aromática, que también preparaba con sabia sazón boyacense.
Sabía las cantidades exactas de café y azúcar per cráneo cuadrado que consumíamos. Nos daba gusto así se afectaran las finanzas de la compañía.
Era la abuela de todos aunque nunca se hizo leer la epístola de Pablo. Ese amor que tenía para dar al varón domado lo repartió «adecuada y equitativamente» entre todos.
No admitía invasiones al hábitat donde preparaba el bebestible. ¡Ay de quien se atreviera! Eso sí, permitía repetir tinto por fuera del reglamento.
Era discreta, de pocas palabras. Hablaba el certero esperanto del monosílabo. No se dirá de ella que le jalaba al blablablá.
Si escuchaba algún secreto en una reunión de junta directiva lo olvidaba tan pronto salía del recinto. Era la ética y la estética de su destino. Por más que le picáramos la lengua para que contara qué había oído (un reajuste salarial, una echada, equis agarrón gerencial), callaba como el condenado a muerte próximo a recibir la caricia de la guillotina.
Para sus devotos valía más que todas las veinte mil tiendas Starbuck y Juan Valdez juntas. Trabajaba con una cierta sonrisa que le iluminaba el rostro.
Nunca reveló su receta para preparar el tinto. Se pensionó con ese secreto. Donde se encuentre tiene que estar bien. Se ganó el reposo. Se le quiere, Rosita Castellanos. Usted es la indiscutida patrona de las señoras del tinto que en el mundo son. A las cuales les rindo homenaje con estas líneas que han sido retocadas.