J.J. Gori
El caso de Julián Assange es una afrenta a la humanidad. Quieren juzgarlo y sepultarlo en vida en los Estados Unidos bajo una ley de espionaje de 1917 que tritura los principios enunciados desde la Carta Magna en 1215: “No venderemos a nadie, ni negaremos ni postergaremos justicia o derecho a ningún hombre”. Sublime, pero lo cierto es que la justicia se vende a quien tenga para comprarla, se retarda o acelera para quien tiene dinero y se le niega al que no. No es Carta Magna sino ley de los nadies.
No es el pueblo ni el gobierno de Joe Biden quienes lo quieren, a lo salvaje oeste, vivo o muerto. Son los organismos que obran del lado oscuro. Los faros de la democracia anglosajona nos encandilan y por aturdimiento pasamos por alto que existen reinos independientes que se han desnaturalizado y obran a su antojo. Orbitan en una dimensión especial sin ley ni razón, y no responden por nada ni ante nadie. Las acciones en nombre de la democracia incluyen el asesinato bajo diversos eufemismos: acción ejecutiva, neutralización, ejecución, vaporización… y el novedoso autosuicidio.
Acaba de fallecer Daniel Ellsberg, otro famoso whistleblower (denunciante, informante), que filtró los papeles del Pentágono. Su deceso coincide con los cargos contra Jack Teixeira, empleado de la Guardia Nacional Aérea, quien dejó conocer documentos sobre planes en la guerra en Ucrania y actividades de espionaje de los Estados Unidos contra países aliados.
El rampante uso de las normas tuvo su clímax en 1953, cuando electrocutaron brutalmente a los esposos Rosemberg, acusados de pasarles a los soviéticos información sobre la bomba atómica.
Assange quizás sea el nuevo hito de esta infausta historia. Su crimen no son las barbaridades documentadas por WikiLeaks, sino que se hayan conocido. Los cargos no importan: los han ido moldeando como plastilina. Se aplica aquello de que el fin justifica los medios, una distorsión de la máxima latina exitus acta probat. Que traduce: el resultado prueba los medios, de donde se concluye con elegancia que si el resultado fue catastrófico es porque los medios fueron siniestros.
La constitución de los EE. UU. prohíbe dictar leyes que limiten la libertad de expresión o de prensa, pero se neutraliza por la aplicación arbitraria de la ley de espionaje de 2017, la ley de vigilancia de inteligencia extranjera de 1978 o la ley contra el terrorismo, dizque ley patriota, de 2001.
La conspiración contra Assange la iniciaron los suecos por mandado, y con entrampamiento. Los británicos se prestaron y el prócer terminó refugiándose por siete años en la embajada del Ecuador en Londres, en donde lo sometió a desalmado espionaje la empresa española de seguridad de un exmilitar entrenado en los Estados Unidos. El mandatario ecuatoriano Lenin Moreno deshonró toda tradición de asilo al despojar de la nacionalidad al huésped y venderlo para que fuera sacado a rastras de la embajada en Londres. Fue recluido en Belrmarsh, el Guantánamo de Su Majestad. Como en la tonada, los suecos pusieron el huevito, los británicos lo cocinaron, los ecuatorianos lo pelaron y la CIA se lo quiere devorar.
La justicia británica también ha sido abyecta. En la última decisión del 6 de junio de 2023 el juez se precia de no haber leído los argumentos y llega al extremo de señalar una extensión máxima al último recurso que le cabe a la defensa ante las cortes británicas, prohibiendo de paso que se consideren nuevos hechos. Que los hay y sustanciosos. La empresa de seguridad que espió a Assange dentro de la embajada ecuatoriana le filtraba carretadas de información a la CIA sobre lo que trataba el perseguido con su defensa. Con ello basta para declarar nulo cualquier proceso.
El tratado anglobritánico de extradición de 2003 dispone que no se otorgará ese recurso por infracciones políticas. Pero decidieron que mejor se aplicaba la ley (Extradition Act, 2003), que no contiene esa provisión. Si se consuma la extradición, Assange será ultimado con sevicia. Se le niega la condición de periodista para impedir que invoque la libertad de prensa. Es rutinario que a todo extraditado lo traten como si fuera un criminal convicto, sometiéndolo a crueles condiciones para que termine declarándose culpable. En últimas, si resiste y no fallece por su cuenta, lo suicidan. Arruga el alma que el mundo, salvo contadas excepciones, se mantenga indiferente.
La ministra británica Priti Patel ordenó en 2022 la extradición y el magistrado Jonathan Swift un año después quiere mantenerla. También coinciden en definir, cada uno en su órbita, la expulsión inmisericorde a Ruanda de solicitantes de asilo. Flaco honor hace este juez de mente liliputiense a su tocayo, el extraordinario escritor Jonathan Swift, quien con sorna escribió: “…en los procesos de personas acusadas de crímenes contra el Estado, el método es mucho más corto y recomendable: el juez manda primero a sondear la disposición de quienes disfrutan el poder, y luego puede con toda comodidad ahorcar o absolver al criminal, cumpliendo rigurosamente todas las debidas formas legales”. (Los viajes de Gulliver).
Ese Swift era irlandés. Su tocayo inglés, “The Hon. Sir…”, vendido a cambio de los honores, lo hubiera mandado a las mazmorras. Pues bajo el sistema legal inglés uno es inocente hasta que se pruebe que es irlandés. Lo dijo un señor Whitehead, homónimo británico de nuestra procuradora Cabello Blanco. Se aplica, mutatis mutandis, a todo periodista requerido por el Tío Sam.