Ana Bejarano Ricaurte
El viernes pasado, en medio de negociaciones frenéticas, se anunció el ungido de Cristina Fernández de Kirchner para las elecciones presidenciales en Argentina: Sergio Massa. El peronismo busca a alguien que tal vez pueda ganar y superar la pobre gestión y aguada imagen de Alberto Fernández, a quien nadie le cree (ni los mismos que lo pusieron ahí). En el escenario electoral se avizora a Patricia Bullrich, en representación del Macrismo y a Javier Milei, otro muñequito delirante y peligroso de la antipolítica latinoamericana. Se avecinan unas elecciones tensionantes por el Río de la Plata, pero parecería ser el panorama corriente desde hace décadas en ese país.
Es una nación fraccionada en donde la opinión pública decidió recluirse en nichos del pensamiento. La división peronismo y macrismo, antes con otros rótulos, fue acertadamente descrita por el periodista Jorge Lanata desde 2013: “hay como una división irreconciliable en la Argentina, a esa división yo la llamo la grieta. Y yo realmente creo que la grieta es lo peor que nos pasa (…) Nadie tiene el copyright de la verdad”.
Esa fue la definición de Lanata para lo que ahora los científicos sociales han rotulado con el aburrido nombre de la polarización. En la Argentina la polarización dividió también al periodismo, o tal vez fue el atrincheramiento de los medios de comunicación en una guerra discursiva la que terminó de marcar la grieta social. Una prensa que no fue capaz de reconocer su papel en la dictadura de la Junta Militar, que después se atomizó en periodismo militante; reporteros investigativos silenciados en grandes medios cooptados por los poderes económicos. Una opinión pública mareada entre visiones partidistas en donde se diluye la posibilidad de acceder a la verdad. Un interés social desamparado porque el periodismo se ocupa, con pocas excepciones, de avanzar ideologías en lugar de auscultar al poder.
En Colombia, la presidencia de Gustavo Petro sí que ha hecho visible esa rendija. Las recientes marchas nacionales en contra y en favor del gobierno, ambas concurridas pero al final lánguidas y poco demostrativas de sentimientos contundentes, son una representación acertada de esos nichos ideológicos.
La polarización criolla es un fenómeno alimentado por muchos elementos, ahora bajo consumo de esteroides. Unos medios de comunicación incapaces de hacer procesos de memoria y de verdad; de reconocer su papel en desastres históricos. Periodismo sesgado y militante, no como en Argentina donde por lo menos se reconocen como tal ante su audiencia, sino con ropajes desgastados e inmerecidos de neutralidad y veracidad. Un Presidente paranoico y convencido de que podrá imponer su verdad directamente a la gente a través del canto del pajarito azul de Twitter. Una opinión pública que sataniza al contrario; que generaliza y encasilla con pasmosa facilidad.
Claro que el descredito del periodismo profundiza la grieta, porque ya no hay fuentes para acceder a la verdad. Pero lo hacen también los líderes políticos incapaces de dialogar o debatir álgida pero justamente con el contrario, los que instrumentalizan a la protesta social para hacer montajes de la realidad. Por ese hoyo se escurre la posibilidad de una democracia vigorosa, porque lo que la grieta divide no es realmente las tendencias políticas sino el diálogo. Nadie se escucha entre sí, cualquier acto o propuesta del contrario es percibido con disgusto y desconfianza.
Hay escenarios en dónde se percibe con facilidad la grieta, como las redes sociales. Pero, como dijo Lanata: “La grieta ya no es política, es cultural. Tiene que ver con cómo vemos el mundo. Ha separado amigos, hermanos, parejas, compañeros de laburo”. La división que desde ya se siente en hogares y oficinas colombianas. La incapacidad de contemplar las ideas contrarias. Y no es cuestión de eliminar el disenso, se trata de enaltecerlo, de ser capaces de disentir sin tener que inventarse una realidad paralela, sin tener que desconocer el derecho de los opositores a existir en el debate político.
Y ya sé lo aburrido que suena esto, porque es más emocionante atrincherarse, es más lucrativo para los medios de comunicación mercadear catástrofes; es más fácil vender populismos si se es dueño exclusivo de la verdad. El problema es que por la grieta se escurre la salud de la democracia, de la sociedad e incluso la de los mismos que ayudan a cavarla. La grieta atraviesa y entrecorta el camino hacia el progreso económico, hacia la justicia social, hacia la continuidad de políticas púbicas en beneficio de la gente. Y así nos tendrán mareados entre marchas y arengas que solo han servido para evitar el intercambio real de ideas.
El mismo Lanata parecer haber caído por la grieta que acuñó, pues tras una importante carrera periodística ahora es percibido por muchos como un operador más de la desinformación que vende el grupo Clarín, otrora consentido de la dictadura. Nadie escapa a la grieta, ni el señor que se la inventó.