Daniel Samper Pizano
Hace cien años tuvo lugar una ceremonia macabra en la iglesia de San Agustín, vecina de la actual residencia de los presidentes de Colombia. El 4 de julio de 1923 se reunió en el templo colonial una comisión compuesta por quince personajes. La presidía el comerciante guajiro Nelson Gnecco Coronado, bisabuelo —lo digo con orgullo— de quien escribe estas líneas. Su tarea era abrir una cripta funeral cerrada noventa y cinco años antes. Al hacerlo, indica el acta correspondiente, “se encontró un esqueleto decúbito dorsal en un ataúd casi deshecho”. Los párrafos siguientes describen el estado de huesos, piezas dentales, fragmentos del cráneo destrozado a balazos y otros detalles de aterradora precisión anatómica.
En un país secularmente ensangrentado por tumbas anónimas flotaba una extraña atmósfera de gloria durante el desentierro de la cripta de San Agustín. Era la reivindicación del almirante José Prudencio Padilla, notable prócer de nuestra historia. El 2 de octubre de 1828 había sido fusilado y, para mayor vejamen, ahorcado su cadáver por infame orden del Libertador Simón Bolívar, que “premió” así los servicios de su leal amigo y subalterno a la causa de la independencia de Colombia.
Dos factores condenaron a esta víctima inocente.
El primero, que era negro, o pardo, como se llamaba entonces a los ciudadanos de ascendencia africana, y Bolívar, pese a su inmortal grandeza, participaba de los prejuicios racistas que aún envenenan a los colombianos. En sus cartas se refiere con desconfianza a la pardocracia y critica desolado la unión de “esos esclavos arrancados del África” y la sangre española. “Con tales mezclas físicas, con tales elementos morales, ¿cómo se pueden fundar leyes sobre los héroes y principios sobre los hombres?”.
Almirante José P. Padilla
Es hora de decir que la gente de color se alzó varias veces en Cartagena, primer puerto colonial esclavista de América. Unas, en llave con corsarios y piratas. Otras, en motines de esclavos cimarrones. A principios del siglo XVII una revuelta encabezada por Benkos Bioho dominó la zona de palenques regionales hasta cuando el virreinato ahorcó al líder en 1621. Décadas más tarde, una nueva cimarronada recorrió y exacerbó los Montes de María. Los guiaban el negro Domingo Padilla y su mujer, autodenominada la Virreina. La más importante actuación de los pardos se produjo el 11 de noviembre de 1811, cuando ellos y varios patriotas blancos declararon la independencia cartagenera.
Padilla había nacido en Riohacha, Guajira, en 1784. Enrolado como grumete de la marina real española cayó prisionero en Trafalgar, combate que significó el naufragio de España y el surgimiento de Inglaterra como poder naval. En 1812 ya aparece luchando en aguas del Caribe contra el dominio español. A lo largo de casi veinte años se convierte en el gran héroe marítimo de las fuerzas bolivarianas. Gana trascendentales batallas, como las de Tolú, Ciénaga, Cartagena (conocida como la Noche de San Juan) y, sobre todo, Maracaibo, en julio de 1823. Este triunfo consolidó la libertad de Venezuela y liberó medio continente. De haber fracasado, la guerra se habría prolongado durante varios años y miles de muertos más, sostiene Jesús Torres Almeyda, autor de una premiada biografía del personaje.
Tales victorias fueron, sin embargo, el segundo factor de perdición del almirante, pues encendieron la envidia del comandante venezolano Mariano Montilla, falso camarada de batallas y rastrero enemigo de Padilla, que alababa en público al guajiro pero lo desacreditaba en cartas privadas al Libertador. Para empeorar las cosas, José Prudencio, tipo bien parecido y carismático, le birló al caraqueño dos amantes. Una de ellas, veracruzana, tenía por apodo la Zamba Jarocha; el cronista Enrique Otero D’Acosta le atribuye “hermosísimas formas”, talento para la guitarra y actitud “querendona y graciosa”. Agobiado por el resentimiento, Montilla disparó el cañón de sus calumnias contra Padilla. Lo acusó falazmente de agitador popular, lo apresó y lo mandó a Santafé de Bogotá.
Al acontecer la noche nefanda del 25 de septiembre de 1828, cuando Manuelita Sáenz salvó a Bolívar de una conspiración, el riohachero estaba preso. Procedió entonces un juicio sumario que condenó al exilio o la cárcel a un número de ciudadanos y catorce al paredón. Bolívar, molesto porque Padilla había tomado partido contra el proyecto de constitución autoritaria que presentó en la convención de Ocaña, aprovechó para aplicarle —“con extrema crueldad”, dice el historiador Alfonso Múnera— una ley de pena capital posterior a su detención. El 2 de octubre lo fusilaron con otros reos en la plaza mayor.
El almirante, que en realidad nunca tuvo semejante título, había luchado por la libertad, como miles de pardos. Él y el venezolano Manuel Piar (1774-1817), hijo de una mulata de Curazao, llegaron a ser generales y a ambos los mandó ejecutar quien los había llamado “famosos servidores de la patria”. Luego renegó Bolívar de su injusticia. En 1828, dos años antes de morir, escribió: “Estoy arrepentido de la muerte de Piar, de Padilla y de los demás que han perecido por la misma causa […] Lo que más me atormenta es el justo clamor con que se quejarán los de la clase de Piar y de Padilla. Dirán con sobrada justicia que yo he sido en favor [del] infame blanco”.
Múnera extrae un triste corolario: la enemistad entre Montilla y Padilla es “una metáfora de la república naciente… Quienes gobernaban no estaban dispuestos a dejar que los negros y mulatos tuvieran poder […], sentimientos que siguen en mayor o menor medida vigentes”.
Sepultados de afán en San Agustín y exhumados un siglo después, los huesos de Padilla reposan desde entonces en Riohacha. Mientras algunos inventan próceres donde no los hay, los restos del heroico marinero negro se disuelven en el olvido nacional a pocos metros del mar que él ayudó a liberar más que nadie.
(Un final tan lamentable como el del prócer tuvo la fragata de la Armada nacional que fue bautizada con su nombre en la guerra de Corea. A partir de esta semana, los suscriptores exclusivos de la vaki de los Danieles podrán leer historia, que merecería una película de Mel Brooks o un cómic del coyote y el correcaminos).
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