Mamás del mediodía

¿Corrientazo con Bach (?) Serenata al mediodía en uno de los restaurantes de la Universidad de Medellín. (odg)

Por Óscar Domínguez G.

Todos los días, entre semana, millares de personas lanzan su grito de independencia meridiano y abandonan sus colmenas o puestos de trabajo o de estudio en busca del almuerzo perdido también llamado corrientazo.
Esta población flotante se deja caer, gastronómicamente hablando, en manos de mamás fugaces que saben por dónde va el agua al molino de la buena sazón.
La filosofía de estos lugares es sencilla: présteme su hambre que aquí se lo volvemos ropa de trabajo por unos cuantos pesos.
La segunda parte de la filosofía de estos restaurantes es: el cliente debe sentirse como en casa. Al fin y al cabo, por más repetitiva que sea, la comida doméstica no cansa. (En casa, si el niño no quería comer por algún capricho, su madre lo electrocutaba con frases como ésta: Mijo, comida se le da, ganas no).
En estos rápidos almuerzos ejecutivos como también les dicen, el hambre es el único y mejor aperitivo. Escrito está que no hay tiempo ni quincena que aguante para extrovertirse en etílicos abrebocas. El corrientazo subió una barbaridad en tiempos del matrimonio Petro-Alcocer.
Los restaurantes meridianos – dos cucharadas de caldo y mano a la presa-, se convierten en la prolongación de nuestra casa y sus dueños hacen toda suerte de prestidigitaciones culinarias para complacer a la exigente y cautiva clientela.
Esas mamás de paso (que muchas veces son papás) conocen de memoria las excentricidades proletarias de sus comensales a los que les alcahuetean toda suerte de variantes para halagarlos y mantenerlos cautivos.
Saben bien que el señor de la mesa cuatro, con su cara de adúltero reciente y reincidente, prefiere que le cambien el arroz por huevo, la ensalada por papas, o la carne de cerdo por algún pedazo de gallina que murió sin probar de sal, es decir, virgen.
A través del torno, o de lo que haga sus veces, el mesero grita: «El almuerzo para la menganita de la mesa once».
Ya los meseros saben que a esta fulanita la aterran las albóndigas de los jueves por lo que hay que improvisar otra presa o reencauchar algún goulash que sobrevivió de la víspera.
Las mamás meridianas tienen plenamente identificada a la monita liberada de la mesa siete que molesta con jota si no le sirven su dosis personal de salsa de tomate para decorar las papitas a la francesa de los lunes.
En todos los casos, que no falte, como en casa, la sopita diaria, bien balanceada por una dietista empírica educada sobre la marcha en la ruda universidad de la cocina.
La clientela de estos santos lugares casi siempre es la misma.
Si uno pone en acción las orejas para indagar de qué hablan los vecinos, se encontrará con que de esa charla lo único que cambia es el vestido que llevan puesto las partes.
Los de la mesa tres saludan a los de la nueve y el mesero llama a todos por su nombre, a sabiendas de que el estrato de sus clientes apenas alcanza para prospecto de propina, salvo en días de pago cuando podrá haber sorpresas.
Las reglas de juego ordenan que los clientes que van terminando se levanten rápido, antes de que los toquen el himno y los hagan parar para cederles el puesto a los que vienen.
Los más prepotentes, a manera de «pluscafé», salen a la llanura masticando confite por cuenta de la casa.
Hubo un tiempo en el que, palillo en mano, no pocos se distraían pescando en el río revuelto de lo que quedó entre los dientes para humillar a los que tienen el almuerzo embolatado.
Estas mamás (o papás) de todos los días, merecen estruendoso ¡urra! por el aporte que le hacen a la productividad nacional convirtiendo sus negocios en casas de todos por unos minutos. (Líneas pasadas por latonería y pinturaO

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