Editorial
El reguero de asesinatos de líderes sociales es uno de los tentáculos de la violencia que aún asfixia a Colombia. Las amenazas y los ataques no se detienen y son el pan de cada día de autoridades indígenas, representantes de organizaciones de barrio, defensores de los derechos humanos o políticos de base, especialmente de los territorios rurales. Solo en abril los muertos fueron 21, víctimas de diferentes grupos armados ilegales que se disputan el control de las rutas del narcotráfico o negocios como la minería ilegal y la extorsión.
Cuando las FARC firmaron con el Gobierno de Juan Manuel Santos el acuerdo de paz que en 2016 puso fin a más de medio siglo de conflicto, miles de excombatientes se desplazaron a zonas designadas para su transición a la vida civil y entregaron las armas. Entonces comenzó a proliferar otro tipo de violencia que buscaba sustituir al antiguo grupo insurgente y que redobló la persecución de activistas y líderes sociales. La llegada al poder, hace nueve meses, de Gustavo Petro, primer presidente nítidamente de izquierdas del país andino, no ha logrado frenar las masacres de los grupos armados. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), en los primeros cuatro meses de 2023 fueron asesinados 57 líderes sociales. En 2002 fueron 189 y el año anterior, 171.
Los ataques se han registrado en toda Colombia, pero se concentran especialmente en el suroeste del territorio. Particularmente, en el departamento del Cauca, donde han sido asesinados 10 líderes sociales este año y 314 desde que Indepaz comenzó a contabilizar estas agresiones. Esa región es un microcosmos de varios conflictos, con cultivos de marihuana para consumo local, de coca y laboratorios de cocaína, una costa virgen sobre el Océano Pacífico que se usa para el tráfico de drogas ilegales, minería de oro, tensiones por la tierra entre indígenas, comunidades afrocolombianas, campesinos y terratenientes, junto a la presencia de por lo menos cuatro grupos armados ilegales distintos.
Estas mafias buscan comprar a funcionarios locales y se enfrentan entre sí. Pero sus blancos suelen ser líderes sociales, en particular cuando buscan espacios para el desarrollo. El Gobierno de Petro se ha concentrado en lograr la anhelada paz total, negociando en paralelo con todos los grupos y buscando fórmulas para reducir la violencia contra los civiles hasta que se logren acuerdos definitivos. Pero por el momento esa estrategia no ha dado frutos. Incluso las negociaciones más avanzadas, por ejemplo con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), no han conseguido un cese del fuego, y frentes de ese grupo mantienen conflictos en algunas regiones con grupos disidentes de las FARC y otras facciones rivales. La maraña de violencias sigue golpeando el tejido social en las zonas más pobres de uno de los países más desiguales del planeta.