Por Óscar Domínguez G.
Al principio de mis días lujuria y lectura empezaron de la mano. Recuerdo el título del primer libro que me regalaron: “Respuestas a las preguntas sexuales de los niños”. Era de pasta amarilla, un color por el que se podría cometer un asesinato. Lo dijo uno menos daltónico que este aplastateclas.
Ese manual que se perdió en el tsunami de algún trasteo fue un regalo de mi madre en respuesta a interrogantes de este tenor: ¿Por qué un objeto no volador sí identificado que me cuelga abajo del ombligo de pronto se alborota?
Aprendí a maridar vocales y consonantes en el kínder de la señorita Esilda. En ese proceso me enamoré perdidamente de las vocales. Por largo tiempo creí que nunca necesitaría las consonantes.
En agradecimiento a la señorita Esilda (en la foto) le dediqué uno de mis libros “de cuyo título” no pienso acordarme. No voy a sugerir que busquen mis libros en la 35ª. Filbo bogotana. Todos están agotados. Se regalaron bien. Soy best seller de libros regalados.
En mi caso, la plata y la inmortalidad que esperen. Prefiero ahorrarme incómodos viajes promocionando mi talento por mandato de las editoriales, durmiendo mal, bebiendo menjurjes que de pronto me estropean el hígado, o rompiéndome el coco improvisando frases inteligentes con la habilidad con la que los magos sacan hipopótamos del sombrero.
La Alegría de leer de don Evangelista Quintana fue mi primer libro de lectura. El segundo lo oi por radio que escuchábamos en familia después de los nocturnos y repetitivos frisoles y de rosarios largos como los discursos del presidente Gustavo Francisco desde el balcón de Palacio ante sus huestes de la primera línea. Se trata de “Lejos del nido”, de Juan José Botero. Lloré a moco tendido leyendo la novela sobre el secuestro de Andrea por el indio Isidoro Quirama. No se perdió esa lectura: Mi hija heredó su nombre.
Tampoco me abstendré de recomendar uno de mis libros preferidos. Es pura teología-ficción. Si los rostros de madera de la academia sueca me invitan a Estocolmo con todos los gastos pagos a preguntarme a cuál autor muerto le daría el Nobel, les respondería que a Paramahansa Yogananda por su “Autobiografía de un yogui”. No tiene presa mala, como Amparito Grisales.
En épocas de vacas gordas económicas solía regalarlo. Nunca imaginé que Steve Jobs, mandamás de Apple, se fuera a copiar de mí y lo regalara en una ceremonia especial después de su muerte con asistencia de los cacaos de la aldea global. Pero de aquello, el crédito para este pecho, nada.