Por Óscar Domínguez G.
Aprovechando que he roncado en portugués de Brasil, retomó un paralelo entre Medellín y Río de Janeiro, ya que esta ciudad está de muchos carnavales.
En varios sectores, Río produce sensación de lo ya visto. De pronto nos sentimos caminando por La Playa, Junín, Prado, El Poblado, con su variopinta arquitectura y exhuberancia vegetal.
Rica el “agua del municipio”, como la llamaba Borges. Más potable la de EPM. En ambas ciudades, calles y avenidas llevan nombres de cristianos, ciudades, países. (Ninguna calle de Río lleva nombres colombianos).
La gaseosa estrella se llama Guaraná, hecha a partir de una planta del mismo nombre con alto poder estimulante. Recuerda la Carta Roja criolla (q.e.p.d.).
Limpio, ordenado, mimado, el metro de Río, en el que solo se escucha música clásica por los altoparlantes. Empate técnico. Nos aventajan en un vagón rosado, solo paradamas. Así las garotas se ponen a salvo de piropos masculinos con los dedos (pellizcos) en horas pico.
Los buses, bien mantenidos, recuerdan a los de Campo Valdés en sus mejores días. Las taxis también aprueban la materia. Son más caros allá.
Los bambucos y torbellinos nuestros provocan sacar a bailar a la patria, al terruño. Abrazar una ceiba. Sambas y choros brasileños invitan a desvestir garotas.
El mar hace presencia por todas partes. Se nos mete por los cinco teléfonos, como los yoguis llaman a los sentidos. Nosotros nos bandeamos con el río Medellín al que apenas le damos el estatus de río. Nos es ajeno. Nunca una caricia, o un mimo como: “Hola, riíto, ¿qué tal andas de la contaminación?”.
El río Medellín sirve, si mucho, como punto de referencia: fulano vive al otro lado del rio. Es despectivón con quienes vivimos en la zona occidental, en la otra banda.
Los parques cariocas, amazonas bonsáis, hacen nube. Nos golean 5-0. Pero en la oferta de flores, les devolvemos la paliza. Bueno, tenemos el Bosque de la Independencia, reencarnado en Jardín Botánico, vandalizado hace un tiempo por bárbaros, con el perdón de los bárbaros.
El Cristo art deco del Corcovado con su tonelada y pico de peso, el Pan de Azúcar y otros peñascos y farallones prehistóricos, miran con desdén nuestros morritos de Salvador, Picacho, El Volador, Pan de Azúcar, Nutibara.
El Cristo Redentor (foto de este aplastateclas) tiene cara radiante, de aposentado (pensionado, en portugués). No le produjo estrés el trabajo que le toca hacer hace dos mil años. De lejos, es el Cristo más crucificado (a punta flashes) de todo el mundo. Es un Cristo a tono con los festivos cariocas, casi sonriente. Todos los retrateros queremos inmortalizarnos tomándole gráficas distintas.
Los huevos cariocas parecen puestos por gallinas paisas que luego regresan a su base. Paisas y cariocas dan la sensación de que compran la deliciosa carne en los mismos sitios. La posta que preparan, parece hecha por la mamá de uno. En frutas son más ricas las nuestras: les ganamos 3-0 (bueno, que sea 3-1).
Como en cualquier ciudad colombiana, uno se puede enterar de las intimidades de los cariocas parando la oreja cuando hablan orondos por celular. Charlan como si estuvieran solos en el planeta.
En los restaurantes por kilo –se paga lo que pese el plato- la lata es rica, abundante, barata. Y en los rodizios sirven como para luchadores de sumo. En la feijoada (frisolada) el marrano es rey. A estos sitios conviene asistir después de un ayuno de un semestre.
Tanto en Rio, ciudad corruptora de mayores”, como en Medellín, la tacita de plata, nombre tomado de Cádiz, España, si uno desea que las mujeres lo persigan, siga la receta de mi gurú Perogrullo: Póngase delante de ellas.
Según la revista «New Scientist», Río es la ciudad más amable del mundo. Nada que envidiarles. Creo que los cerebros de la publicación no conocen Medellín.
En ambas ciudades, los ricos son “ridículamente ricos y los pobres asombrosamente pobres” (Ruy Castro).
Si hay que atropellar normas de transito, cariocas y paisas somos hermanos.
En cualquier vacío levantan una iglesia. También en Medallo. En ambas partes, los meteorólogos mienten piadosamente. Es parte de su oficio. Se les perdona.
Los cariocas mueven las caderas como Gabriela, la heroína de Jorge Amado. Las bellas nuestras no rebajan pinta a la hora del mazamorreo o contoneo de cintura.
Y de playa o garotihas
Sí, son los mayores productores de café, pero la calidad es colombiana. Solo falta montar en Brasil tiendas Juan Valdez. Así les “enseñamos” a aprovechar el grano desde su cultivo hasta que llega a la boca de los consumidores.
En ambas ciudades, tiene vigencia la sentencia de Eça de Queiroz: “Como a los niños, a los políticos hay que estarles cambiando de pañales, y por la misma razón”.
El futbol es religión, opio del pueblo, escriben sus cronistas iluminados. En cualquier parte inventan un Maracaná. Nada qué envidiarles en inclinaciones balompédicas.
Mi nieta Sofía, nacida en Rio, regresó allí para visitar a sus amiguitos. La carioquita se pregunta por qué sus amiguitos no hablan español.
Sigo investigando por qué Cervantes dijo del portugués que es un idioma sin hueso. Averiguo y les cuento en español-antioqueño de Medellín. (Esta nota ha sido sometida a labores de latonería y pintura).