Un magistral y olvidado novelista pastuso

Portada del libro "Nariño" de Guillermo Segovia Mora en la que aparecen a la izquierda Sandino, el héroe nicaragüense y su entrañable amigo y compañero de luchas contra la invasión norteamericana, el pastuso Alfonso Alexander Moncayo

(Sima: 1. Fosa, abismo, hondonada, depresión. 2. Cavidad grande y muy profunda en la tierra. Def. de la RAE). 

Por José Luis Diaz-Granados

En el canon de la novela colombiana, al cual los lectores y escritores de esta parte del mundo estábamos acostumbrados a celebrar y a venerar durante décadas, no era posible agregar un título más a los ya consabidos de María de Jorge Isaacs, De sobremesa de José Asunción Silva, La vorágine de José Eustasio Rivera, La marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla y Cuatro años a bordo de mí mismo de Eduardo Zalamea Borda (hasta 1940). 

Después vendrían las novelas fulgurantes de autores como Arnoldo Palacios, José A. Osorio Lizarazo, Eduardo Caballero Calderón, Manuel Zapata Olivella, Álvaro Cepeda Samudio, Fernando Soto Aparicio, Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, Manuel Mejía Vallejo, Fanny Buitrago, Gustavo Álvarez Gardeazábal y tantos otros que por nuestra cercanía intelectual o por la contemporaneidad, casi que no tuteamos con ellos.

Pero el caso inusitado, literario y político, sobre este tema de cánones, ocurre de manera fortuita en años relativamente recientes con una novela absolutamente desconocida en nuestro ámbito cultural, titulada Sima y subtitulada Ciudad mística, teológica y sifilítica, la cual fue impresa por primera vez en la Editorial Estrella de Bucaramanga en 1939, y cuyo autor, Alfonso Alexander Moncayo, un escritor que fue deliberadamente olvidado junto con su “panfletaria narración”, había recibido el repudio unánime en su nativa Pasto por haber desenmascarado de manera abierta y sin ambages la hipocresía y la espúrea moral de ciertos personajes de la élite dirigente, sus altos y bajos jerarcas religiosos y a algunas señoronas de la alta sociedad. 

A las pocas horas de haberse dado a la luz esa edición de la novela Sima, fue adquirida en decenas de ejemplares por enviados de los prohombres y damiselas que se habían dado por aludidos en la obra, y en menos de una semana fue quemada en pública hoguera para que no quedara constancia de las “atrocidades y perversiones” estampadas por Moncayo en su escrito. 

El libro en su totalidad se salvó por algún original o copia en papel carbón encontrada por ahí, y mucho más tarde, en épocas más recientes, fue rescatada por virtud de las fotocopiadoras.

Alfonso Alexander Moncayo el novelista en los años 1920

En un ensayo de la autoría del escritor nariñense Temístocles Pérez Delgado titulado “La compleja y atormentada vida de Alfonso Alexander”, publicado en Ilustración Nariñense (Pasto, núm. 97, Serie VI, noviembre de 1946), se describe al autor de Sima, con términos como “enteléquico amigo, gerifalte de Nicaragua, reintegrador de Sandino (…) juglar de la diatriba, errabundo novelista de la Villaviciosa (…) candente panfletario, abofeteador levantisco y exaltado político izquierdista”, entre otras alusiones equívocas, pero por fortuna, reconociendo a la vez que “su libro capital” es el que Moncayo escribió cuando fue soldado voluntario en el ejército revolucionario de Nicaragua, liderado por el General de Hombres Libres Augusto César Sandino, llamado Sandino, publicado por Casa Ercilla en 1934, junto con una crónica de la lucha liberadora titulada Relatos de sangre.

En efecto, y como nos lo cuenta el profesor Guillermo Segovia Mora en su obra Nariño, pueblo rebelde y bravío, “un buen día de 1929, el joven escritor y poeta Alfonso Alexander Moncayo (Pasto, 1906-1985), abandonó sus estudios de Ingeniería Civil en Popayán y se fue a rodar mundo con sus versos”. Después de haber llegado a Venezuela para luchar contra Juan Vicente Gómez viajó a Panamá y más tarde a México “y desde allí como reportero de El Universo, fue enviado a entrevistar a Augusto César Sandino, General de Hombres Libres, quien enfrentaba la invasión de los marines a Nicaragua”.

Luego de varios meses, Moncayo se fue destacando allí por su valentía y destreza, a tal punto que Sandino lo nombró capitán del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua y llamado “Capitán Colombia”, para eterna memoria en Nuestra América.

Después de haber logrado la resistencia de su ejército popular y el retiro de las tropas yanquis, habiendo firmado la paz con el gobierno de Somoza, Sandino fue traicionado por el tirano y asesinado el 21 de febrero de 1934. Alexander Moncayo, en medio de la más horrenda depresión regresó a Colombia, donde se dedicó a diversas empresas particulares, sin dejar jamás de mantener correspondencia con los amigos, familiares y camaradas de Sandino. 

El «Capitan Colombia», como llamó Augusto César Sandino a Moncayo por su valentía y destreza en la lucha contra la invasión norteamericana en los años 20 del siglo pasado

En los años siguientes se entregó con ahínco a escribir la purga de su corazón, la novela Sima, en donde no solo denuncia los dolores y frustraciones del pueblo de su terruño natal, en medio de relatos esperpénticos y luciferinos, sino que expresa con toda la libertad creadora las ideas profundas de su sensibilidad social y política.

Muchos años después, el editor y ensayista pastuso Alberto Quijano Guerrero, al referirse esta novela, la calificó como “ácido cítrico a la lacra de quienes puedan soportarlo y con toda atención a los que vencieron y vencerán en la laguna profunda de los bichos asqueantes”. Y su coterráneo, el académico Vicente Pérez Silva lo describió como “un caminante curtido de aventuras y combates, espíritu rebelde y volcánico como el Galeras”.

Sí, en efecto, Sima es una novela que se puede calificar como panfletaria, escrita por un hombre de izquierda de los años 20 y 30, insultador si se quiere, a la manera del radical Vargas Vila y del laureanista a destiempo Fernando Vallejo, con su estilo cáustico y avinagrado, pero justo en sus saetas bien dirigidas a un sector de la sociedad sumergido en los más aberrantes pecados capitales y en los más repugnantes y lascivos sucesos personales, políticos y seudorreligiosos, que hicieron de su novela una realidad absoluta del infierno de Dante en aquel frío y silente territorio del sur de Colombia.

De aquel escritor remoto y desconocido por la mayoría de los lectores de su país, que sin embargo fue homenajeado en numerosas ocasiones en la Nicaragua Sandinista —especialmente en el número 20 de la revista del Ministerio de Educación (MINED), en su colección “Sandino Vive”, publicada en 2020, la cual fue dedicada en su totalidad al escritor pastuso con el título “Alfonso Alexander Moncayo, Capitán Colombia”—, nos quedan testimonios tan valiosos como un verdadero tesoro intelectual y político.

Y no es más. O sí, hay mucho más por redescubrir de este pastuso universal, pues sabemos que aparte de los libros ya citados —sumados a uno dedicado a la Virgen de las Lajas, publicado en 1944—, Moncayo dejó inéditos, en preparación o inconclusos: Llamarada (2ª. Parte de Sandino); una novela, especie de antítesis de La vorágine de José Eustasio Rivera, titulada Río abajo; otra, Lémur de Lemuria, que Alexander envió a la URSS, pero de la que nunca recibió respuesta; un libro de cuentos, Barro de caminos, y otra novela que llamó Venezuela para los tres, en la que reinventa su paso por la hermana nación bolivariana en los años 20 para unirse a los jóvenes que intentaban derrocar la dictadura de Gómez.

¿Quién fue en realidad este hombre extraordinario nacido en las entrañas de Pasto, en el hermoso y controversial departamento de Nariño, poeta y narrador, contemporáneo del padre Samuel Delgado, de Ignacio Rodríguez Guerrero, Sergio Elías Ortiz, Víctor Sánchez Montenegro, Guillermo Edmundo Chaves, Aurelio Arturo, Emilio Bastidas y Alberto Montezuma Hurtado? ¿Un rebelde? ¿Un anarquista? ¿Un revolucionario? ¿Un panfletario? ¿Un gran novelista? Apenas ahora estamos empezando a desvelar su parábola vital.

Un siete de enero de 1985, el corazón bondadoso, generoso y todopoderoso de Alfonso Alexander Moncayo dejó de latir, para que su obra y su leyenda iniciaran gloriosamente la travesía hacia la inmortalidad.

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