Por Óscar Domínguez G.
Jaime Ortiz Alvear perdió el último partido de su vida con la muerte por la ínfima diferencia (enero 21 de 2005). Antes le había ganado 5-0 a la vida. O sea que primero dio un estruendoso parte de misión cumplida en el periodismo deportivo en el que siempre fue un rebelde con causa … y con mucha salsa a manera de música de fondo.
Un cáncer de garganta le metió el último gol. No deja de ser una ironía que esa garganta de la que salía una voz anómala, con tic incorporado, lo hubiera convertido en un virtuoso del comentario deportivo en el que dejó huella. En el mundial de Catar que va mitad estaría en su salsa.
Se jactaba de que su garganta era apenas un instrumento. Lo importante está aquí, decía señalando su cabeza. Hablaba con una mezcla de ironía y arrogancia, herramientas que utilizó en su oficio que estudió, conoció al dedillo y le representó varios premios.
Esa explosiva mezcla fue la base de una exitosa gestión profesional signada por la polémica. Su pasión por el deporte lo convirtió en iconoclasta de su oficio.
Escogía los enemigos. Mientras más grandes, mejor, como el locutor y exparlamentario Edgar Perea, quien lo despidió en la sala de velación bogotana, luciendo gafas polarizadas (oscuras) para expresar su luto.
Un detalle de fina coquetería se le abona al destino: la noticia de su partida a los 58 años se conoció un domingo que jugaban los equipos sub-20 de Brasil y Uruguay.
Jaime, devoto del equipo Millonarios, murió en tiempo triple A como para notificar que ya no podemos contar con él.
Los micrófonos se pusieron a media asta. “Ojo”, se había ido el Jimmy. En las horas que siguieron a su deceso, la radio recordó la vida y obra del vallecaucano aficionado a la comida rápida, tal vez porque se parecía a su vida vertiginosa. ¿Desayunar, cuidarse? ¿Y eso para qué? Que viva el exceso que escogió como modus vivendi.
Su prosa era elegante como su ropa de marca, o sus zapatos, finos, una de sus gomas de coleccionista. Hablaba con “el tumbao que tienen los guapos al caminar”. En su prosa escrita y hablada se podían adivinar intensas lecturas de la revista El Gráfico, de Argentina, la biblia deportiva durante décadas.
En sus comentarios – o cuando presentaba sus programas radiales de salsa- le huía al lugar común, a la frase hecha, a la muletilla fácil.
“Ortiz para la salsa, para la salsa, Ortiz”, era la divisa de su programa radial. Su casa estaba donde había un micrófono que prolongara su voz.
Siempre estaba creando programas y cuidando el lenguaje, así hablara de algún etíope ducho en triturar largas distancias, de un devorador de los cien metros planos por debajo de los diez segundos, o biografiando algún cantante de salsa. Del etíope Abebe Bikila decía que se entrenaba huyendo de los leones africanos.
Necesitó dos salas de velación en Bogotá y Cali para despedirse de sus colegas y amigos. Y de los fanáticos que se lucraron del talento desbordado del hijo de Esperanza y Celso, el farmaceuta, que lo vieron berriar por vez primera vez en Dagua, Valle.
De profesión solitario, su vida tenía el encanto de lo misterioso. Sacó tiempo para ser papá una vez. Del lobo estepario del Valle no era amigo el que quería sino el que podía.
Vivía en olor de la multitud que llena los estadios. Después pasaba a la clandestinidad de su apartamento. Allí vivía un “ménage à trois” con su soledad, el vino y el cigarrillo. Y alguna fémina que le ponía ternura de mujer a sus días y a sus noches.
Le dio estatus al verbo “chupar” como sinónimo de empinar el codo.
“Fue un hombre auténtico y sincero, desprendido, generoso”, comentó de él su colega y contemporáneo Oscar Restrepo Pérez, Trapito, el del barrio Boston.
Esta síntesis restrepista resume la otra cara de Ortiz que vivió los últimos días con su dama, en un restaurante próximo al Estadio El Campin, escenario de múltiples jornadas laborales suyas. Quería morir en su ley, cerca de la “redonda alegría del gol”, uno de los nombres apocopados de la alegría. (Líneas aumentadas y corregidas. O eso creo).