Por Óscar Domínguez G.
Ya que estamos de mucho noviembre confieso que he empezado a desarrollar una fobia poco cristiana por los sacerdotes encargados de la homilía en las misas de difuntos.
Salvo excepciones, los curitas desconocen por completo la hoja de vida o «curriculum muerte» del horizontal personaje, cuyas exequias parece que se adjudicaran por reparto, al azar: a usted, padre Menganito, le toca el muerto de las diez de la mañana; a su reverencia, fray Fulanito, el chicharrón fúnebre o “interfecto” de las cinco en punto de la tarde, una buena hora para desocupar el amarradero.
Por lo regular, los padrecitos saben tan poco del yacente personaje que tienen que estar consultando su nombre en un papelito. Pésimo signo porque es casi seguro que quien ha partido será tergiversado… a favor, menos mal, porque no hay muerto malo.
Cambiado el nombre, cambiadas las virtudes (porque los defectos desaparecen con la muerte, una de las tantas ventajas del viaje al más allá. De los muertos hablan solo lo bueno, como que decían los romanos).
Las cosas se complican cuando el párroco tiene varios entierros por día. Es cuando “el ordinario del lugar” confunde las virtudes del muerto matinal con las del meridiano o el vespertino. O le expresa su dolor a la viuda cuando ésta anda feliz a bordo de otra epístola, estrenando tálamo nupcial. A rey muerto…
En estos casos, no sólo el muerto se incomoda en su uniforme de madera cuando escucha desde su impotente posición decúbito dorsal cómo le cambian de nombre y cualidades. Amigos y deudos entran en pánico mientras llega el momento de cumplir aquello del muerto al hoyo… O al horno crematorio, como manda el pragmatismo moderno.
De uno a otro entierro, lo único que suele cambiar es el estado del tiempo. Las oraciones religiosas son tan uniformadas que sirven para este año o para el próximo milenio. Suele suceder también que la plática fúnebre, rociada con fugaces lágrimas de los deudos que están pensando en la herencia, se va en generalidades sobre la vida eterna tan obvias que a quienes seguimos en circulación nos dan ganas de no morirnos.
Como el día de gastar se gasta, propongo que haya homilías modelo, ojalá escritas, para que sean leídas por el cura que tampoco tiene que hacer milagros para decir siempre cosas nuevas y sublimes. Hay días en que somos tan poquitos, tan poquitos al hablar… Y esta limitación cobija a los voceros del Espíritu Santo que debería darles una manito oratoria. Salamanca no da lo que natura niega.
Se puede crear un banco de sermones fúnebres por internet para aprovechar en tales ocasiones. Algo así: como todosnosvamosamorir.com. Por decir algo: las palabras que se leyeron para enterrar a uno en Neira, o en Ciudad del Vaticano, se puede utilizar para ayudar a bien partir a quien decidió darnos con su ausencia en Medellín, o en Bogotá. ¡Que morir –o asistir a misas de difuntos- vuelva a dar gusto por la calidad de la homilía!
Espero que no me excomulguen con estas finales propuestas: que no pasen la silenciosa “ponchera” para pedir limosna. En los entierros uno está para el dolor, no para la generosidad a lo Bill Gates. Y dos, que el muerto pueda escoger oportunamente al escritor, poeta, miembro de Academia u orador que debe elogiar en los funerales. De paso se generarían ingresos adicionales para los generalmente desplatados profesionales de la pluma.
Espero que en mis exequias -que no me perdería por nada del mundo- al que le corresponda la mortuoria despedida, no vaya a salir con esta perla: esta misa va por las intenciones de Epaminondas Hernando Arredondo. Me levantaría a protestar antes de regresar al disfrute de mi siesta eterna… Amén.