Por Óscar Domínguez Giraldo
Al principio de la partida, estoy en sánduche entre la torre y el afil. En mejores partes me ha cogido la noche. Me doy desde el principio. Me gusta vivir en período de prueba.
Como los potros veloces, casi me salgo del cuero en mi casilla. Eso sí, cuando me digo a andareguiar por el tablero que es mi mundo, demonio y carne, tengo que parar de vez en cuando a esperar el viento que dejé atrás, dicho sea con el soneto de José E. Rivera.
Suelo abandonar mi escaque rápido para alcahuetear el tempranero divorcio entre rey y reina por la vía del enroque… que es el típico matrimonio por conveniencia.
Los caballos del ajedrez hacemos del juego una carrera de obstáculos. Por eso saltamos en forma de ele.
Nuestro reinado se extiende a lo largo de la partida. Salvo que nos cambalacheen en la apertura o en el medio juego. En tres torre somos más inútiles que un preservativo con huequitos.
Somos un híbrido de movimientos de las demás piezas. Por esa elasticidad, las demás piezas nos “matonean”. Qué no dicen de nosotros. Donde menos se piensa salta el caballo. Somos la liebre del tablero.
Ojo que, en ajedrez, a caballo regalado sí se le mira el diente. ¡Cuidado con un sacrificio de equino!
Tampoco crean que porque el indio es pobre la maleta es de hojas: no olviden que un colega cuadrúpedo se hizo nombrar cónsul por Calígula. El tal caballo de Troya con su regalo envenenado nunca me hizo la sombra.
Los caballos tenemos menos prensa que los perros. Otro gallo cantaría si se nos permitiera dormir dentro de las casas. En fidelidad, nadie nos aventaja.
En una revista de peluquería leí: «El caballo es tu espejo. Nunca lisonjea. Refleja tu temperamento. Refleja también tus vacilaciones. No te enojes nunca con tu caballo. Sería como enojarte contigo mismo».
Nadie olvide que «un caballo sabe pronto si su jinete es un hombre o una bestia». También por la forma nos mueven sobre el tablero, adivinamos el ELO del ajedrecista que hay detrás.
Jenofonte dijo de nosotros que «el brío para un caballo es como el temperamento para el hombre».
Me gusta la forma como pintan a colegas caballos como los de Alejandro, César, Napoleón, Simón Bolívar. Ahí estamos pintados. Duchamp, ¿por qué nos ninguniaste?
Si los caballos nos suicidáramos en primavera, lo haríamos arrojándonos desde el ego que nos produce vernos retratados por grandes maestros. Como Arenas Betancourt. O Botero.
Somos los responsables de la fiesta brava sobre el tablero. Y olé. Hasta en el cielo estamos: no olviden que el profeta Elías fue arrebatado en un carro de fuego con caballos.
Recuerden que en sueños, los caballos de la diva María Félix (“tan bella que hace daño”) le anunciaron el inicio de un incendio en su cuadra. La Doña acudió pronto en su auxilio. Los salvó.
Si bien la envidia no es nuestro fuerte qué envidia del caballo que montó, desnuda, Lady Godiva. Se me pone la carne de gallina de pensar en semejante monta.
Ignoro porqué Jesús entró en burro a Jerusalén estando nosotros de por medio. Lo vi mal. Mi despedida es a lo Llanero Solitario: “Arre, Plata, vamos!