Julio Flórez, el poeta inmanente

Por Hernán Alejandro Olano García

A finales del siglo XIX, dos autores eran las figuras de la poesía y de la literatura colombianas; en su orden Julio Flórez y José María Vargas Vila, quienes desarrollaron su obra y vivieron en medio de ese trasegar de guerras fratricidas regionales, que dejaban a su paso más desolación que lo que más tarde se conocería como “La Violencia”.

Flórez ostentaba el título de “Poeta Nacional” y fue coronado como vate inspirado por Calíope, la musa de la poesía, mientras que Vargas Vila era el escritor más reconocido de Colombia en el exterior, hasta que García Márquez lo destronó con su Nobel hace cuarenta años.

El poeta nació en la Villa de Chiquinquirá el 22 de mayo de 1867 y, Vargas Vila vio la luz en Bogotá, el 23 de junio de 1860. Su contemporaneidad marcó su vida con particularidades como lo eran sus ideales libertarios, en contra del conservatismo. Sus reuniones literarias se desarrollaban en chicherías de mala muerte y casas de lenocinio, donde las encargadas de la entretención para adultos poco o nada entendían los versos y la prosa de los autores.

Flórez vivía ensimismado y vestido de negro; de ese luto de los habitantes de las ciudades colombianas de la época; mientras que Vargas Vila hacía lucir sus exageradas manías y sus anillos en todos los dedos y los dos, con sus excentricidades, eran representantes de los literatos, enfrentados a las normas del bien ser y del bien estar.

Flórez, asocial y bohemio, conspiraba contra el Gobierno desde “La Gruta Simbólica” y, Vargas Vila, quería ser el adalid de la libre expresión, aún con su forma barroca de escribir. Pero, en general, lo macabro estaba presente en los dos, pues Flórez tenía en su dormitorio el cráneo de una calavera y desarrollaba veladas literarias en los cementerios y, algo similar en los panteones hacía Vargas Vila.

Los dos, melifluos varones. Flórez dejaría descendencia con la niña de catorce años Petrona Moreno, madre de Cielo, León Julio, Divina, Lira y Hugo y, Vargas Vila no tendría hijos, pues su única relación estable la tuvo con el cubano Ramón Palacio Viso.

Tanto Flórez Roa como Vargas Vila fueron vistos en su tiempo como dos depravados, el uno, pederasta, el otro, pretendiente de mancebos.

Hoy no son figuras de recordación en el elenco de autores dedicados al narco literatura. Es conocida la anécdota según la cual, en una oportunidad la poeta María Mercedes Carranza, cuando dirigía la Casa de Poesía Silva al señalar los salones dedicados a los diferentes poetas nacionales, mostraba el baño del recinto como el sitio de Julio Flórez.

Sin embargo, podemos decir hoy, como lo señalo en mi libro “La morada del héroe” sobre el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, que el erotismo en este reconocido autor tuvo influencia colombiana, ¡quién lo creyera! Pues resulta que la novela de José María Vargas Vila “Aura o las violetas”, una historia de amor, sufrimiento y muerte, la abuelita de Vargas Llosa y su nana “Mamaé”, la leían en Cochabamba “la única obra presentable de él”, decían ellas y, “con muchos puntos suspensivos”, el niño Mario, de ocho años, sonrojado, ojeaba a trozos y a escondidas, como lo confesó en un discurso titulado “Semilla de los sueños”, que pronunció en Londres en 1997.

En “Noticia de un secuestro”, Gabriel García Márquez resalta a Vargas Vila como “el mejor escritor de América Latina”, el primero que pudo vivir de lo que escribía y mejor, de las obras que vendía. En cambio, Flórez, “Ojos alelados, ausentes y tristes, noblemente tristes”, falleció pobre.

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