Nacidos en mayo: Internet

Por Óscar Domínguez Giraldo

Mi romance con la señora Internet, mujer fatal de la cibernética, fue un extraño caso de amor a  tercera vista. Cuando nos conocimos, no hubo ese flechazo propio del primer enamoramiento. Fui retrechero a sus encantos. Internet, mi “dulce enemiga”, tuvo que pelar muchos cocos con la uña antes de hacerme doblar la dura cerviz de macho torpe y reacio  a sus coqueteos.

Mi novia virtual  encontró en el suscrito “que habla” a un rebelde sin causa y sin argumentos para acceder a los regalos que brindan la modernidad, posmodernidad y yerbas afines. Pero, bueno, hay que caer en la tentación porque después ésta no vuelve a presentarse, sostenía Wilde. En  mi caso, poco a poco fueron cayendo mis reservas ante los nuevos vientos. Y empecé a conocer el abecedario del cachivache.

Internet nació en 1973 (en mayo 17 celebramos su día) de una costilla del morbo de la curiosidad humana que quería hacer realidad aquello de que el mundo es un pañuelo. Hoy estornuda la aldea global y nos enteramos en un santiamén. 

Lejos estamos del descubrimiento de América, un acontecimiento sin prensa. Pasaron muchos meses antes de que se conociera el noticionón (el más grande falso positivo de la historia) de que Colón y su banda habían llegado a las Indias.

Una forma cómoda y sin estrés  de hacer historia es viviéndola. Ahora tenemos el privilegio –y la desgracia- de asistir desde ring side, por ejemplo, al más reciente bombardeo en alguna esquina del planeta, Ucrania, para ir un poco lejos.

Gracias a CNN  y por cortesía de alguna marca de preservativos, las peores locuras del bobo sapiens invaden  nuestra alcoba. Vivimos en la soledad acompañada de internet.

Ella lo contiene todo: prensa, libros, radio, televisión fotografía, música. Todo en una minúscula caja mágica. Todo por el mismo precio, o sea, gratis. 

La red es la expresión máxima del culto a la velocidad, opio del  milenio. Hay que saberlo todo, antes de que equis acontecimiento sea rebasado por otro. No hay tiempo de digerir la historia que nos llega por cuentagotas. 

Y ni qué decir de esas otras herramientas fabulosas de internet, el correo electrónico y el wasap que convirtieron a los carteros en polvo de nostalgia. En segundos estamos conectados con medio mundo gracias a un escueto clic. 

En venganza por ninguniarlo durante siglos, un pacífico ratón (mouse) nos tiene por su cuenta. El repugnante ciber-roedor es nuestro brazo desarmado en internet. Un clic que se ha convertido en tic nos abre otra caja de Pandora.

Sin querer queriendo internet ha ido acabando con lo que quedaba de la privacidad. Nos  pasamos más tiempo navegando que amando. La lectura decae por culpa de este nuevo tirano del ciberespacio. Las relaciones familiares o personales carecen del encanto del cara a cara: las hemos cambiado por la frialdad sin sexapil de una pantalla.

El erotismo pierde terreno frente al sexo virtual que alcahuetea la red de redes. Onán se daría un opíparo banquete bajando mujeres huérfanas de cucos. (Aunque lo de Onán no era lo que se le atribuye sino el coitus interruptus, o sea, el sí pero no).

Está próximo el momento en que el constante y creciente uso de internet figure entre las primeras causales de divorcio, al lado de la infidelidad o los ronquidos pluscuamperfectos de alguna de las partes. Los médicos se especializan a marchas forzadas – y se llenan de plata- con el filón inagotable del tratamiento por la adicción a internet. 

Internet es la forma de ganar perdiendo que inventó el bípedo implume de hoy, enemigo de sí mismo. Descubro el agua tibia cuando planteo que es el gran descubrimiento de nuestro tiempo, como en otras lo fue el del fuego, la rueda, el cine… Con el encanto adicional de que es un descubrimiento del cual somos protagonistas. Y eso que está sin inventar del todo. Como el hombre. (Inicialmente, publicado en El Colombiano).

@

Una buena noche, el signo arroba @  se acostó aliviado y despertó  convertido en rutilante estrella de internet y de su pariente rico el correo electrónico. Practicada la cibercirugía plástica pertinente, el pacífico arroba que viene del árabe ar-ru’b, con el significado de cuarta parte del quintal, sostiene el diccionario Clave, se ha convertido en certero intermediario que nos permite comunicarnos hasta con el gato a la velocidad del eco que lleva un arroba en su cor@zón. 

Sobra decir que la operación ambulatoria de cambio de sexo  del @ fue a sus espaldas.

En  épocas de vacas gordas, en toda  @ cabían cómodamente sentados 11.5 kilos o 12.5, “a según” la ciudad. Hoy por hoy, en la prisión perpetua del neoliberal (¿¡) @ hay un cartero desempleado. Después de haber sido durante décadas el señor buenas o malas noticias, su majestad el viejo cartero ha empezado a salir por la puerta grande de la historia. Misión cumplida.

Muchos carteros de la vieja guardia entraron a formar parte del árbol genealógico de las familias. Se volvieron imprescindibles como el agua, la luz y el olvido. Hasta el perro de la casa los extraña: tienen una persona menos a quien ladrarle. Y un trasero menos para morder. 

Simultáneamente, el correo electrónico ha convertido los Apartados Aéreos (AA) en otra forma de nostalgia, en tierra de nadie. En ellos  espantan por dentro y por fuera como en ciertas almas dedicadas al negocio de la guerra. 

El fugaz ritual consistente en sacar la anoréxica llave, escuchar su monótona y breve sinfonía al momento de introducirla en la cerradura y, después del “ábrete sésamo”, extraer la correspondencia, está más atrás que la semana pasada..

Los sitios donde funcionaban – o siguen funcionando- los dichosos apartados (AA que nunca se tomaron un trago) fueron esporádico punto de encuentro, donde los dueños intercambiaban saludos, buenos deseos, o  rezaban algún responso por la muerte del vecino propietario de otra mínima caja fuerte.

El correo electrónico y su carnal la @ le han dado jaque mate a la perfumada esquela manuscrita en letra Palmer de la amada, a la carta del pariente cercano o del amigo remoto que llegaba a lomo de polvoriento camión escalera, de parsimonioso barco, o por entre los cumulus nimbus, en veloz jet.

La vieja carta lenta riñe con la época de la velocidad que nos depara esa revolución sin sangre apodada internet. Ya no nos llamamos como nos bautizó el párroco. Cada vez somos más anónimos, puros números y letras. 

Sigo añorando al cartero que llama una, dos veces, las que sean necesarias. En solidaridad con ellos, con su oficio, sólo  pongo mi dirección electrónica cada año por la cuaresma.

A diferencia de los educados carteros, el correo electrónico no pide permiso: llega por el  hilo y se instala en nuestra intimidad. Agradezcan el correo y el @ que el señor Carreño, el ayotala de la urbanidad, no está vivo. La vaciada que les pegaría por metidos pesaría varias arrob@s.

Yo, el mouse

Dicen que la vida empieza a los cuarenta. Estoy por creerlo. Parece que fue ayer que me inventaron Engelbert y English. En este tiempo me he vuelto más famoso que Mickey Mouse a quien le oculté el sol.

Yo soy yo y mi circunstancia, reza la frase que vino a lomo de jet desde España. Como todo ha cambiado, el hombre de hoy es él, sus miedos y su mouse. 

La palabreja viene del inglés y no se deja traducir por ratón cuando alude al apéndice que se convierte en la prolongación del dedo índice al momento de sentarnos frente al computador. El mouse es el mouse y punto. 

La tercera trinidad bendita en tiempos de internet la integran el mouse, el dedo índice y el clic. Usted hace clic con el mouse y la aldea global es suya. Esto lo convierte a usted en el Cristóbal Colón del tercer milenio. 

Un Arquímedes moderno diría: deme un mouse y le encimo el mundo. 

¿Por qué le adjudicaron el nombre de mouse? Sospecho que sus creadores leyeron en sus mocedades las historietas de Mickey Mouse, de Walt Disney, y asumieron que estaba bien continuar la reivindicación del roedor con cara de pésimos amigos que en algún momento ha arruinado nuestra siquis con sustos y fastidios de variado calibre. 

Pero no nos pongamos inteligentes: simplemente, en 1968, cuando me sacaron de su sombrero de mago, a mis creadores les pareció que el tamaño y el cable que lo conectaba al computador me asemejaban al ratón, el enemigo íntimo del hombre (y cuando digo el hombre, incluyo a la mujer). Y el Mouse había quedado inventado.

Hombres y mujeres se diferencian por la rapidez con que trepan al Everest del taburete para huir del ratón, hermano medio del mouse. 

La humanidad ha sido injusta con el ratón, obligado a ejercer como conejillo de indias en el laboratorio. El ratón sacrifica su vida por mejorar la nuestra. En este caso, un ratón vale más que un millón de mouses. 

Menos mal desaparecieron las cacofónicas y pavorosas trampas para ratones que eran colocadas en su camino para llegar adónde gato mortal introducirse no podía. Claro que a veces esas trampas cazaban un inadvertido dedo gordo del pie, mientras el ratón candidato a muerto, se moría de la risa en su hotel-agujero de cinco estrellas. 

Dios que se las sabe todas, no creo que haya tenido tiempo de imaginar de lo que serían capaces licencias suyas como el dedo índice, políglota silencioso que nos ayuda a pedir -en el esperanto de los signos- un plato con sólo señalar la carta en cualquier restaurante del mundo. 

Ese aventajado dedo índice, en matrimonio por conveniencia con el mouse, está acabando con analfabetos a la lata. Y el casorio entre tres: índice, mouse y clic, se ha convertido en la mejor universidad hecha en casa. 

Doy gracias a mi mouse por los sorprendentes favores recibidos. Ellos han reducido la aldea global a un sonoro clic, certero eco del ciberespacio. 

El mouse está en mora de cobrarles derechos de autor a los Bill Gates que se están llenado de dólares a sus espaldas. Mouses del mundo, únanse.

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