Por Óscar Domínguez
En Semana Santa se me dispara la solidaridad con Ciborea, la madre de Judas, y con el mismo ninguneado apóstol al que Leonardo da Vinci pinta en la Última Cena con el rostro que uno quisiera para su mejor enemigo.
“Estoy segura de que mi hijo no traicionó a nadie porque amaba a los hombres de su raza…”, dice Ciborea por boca de Jalil Gibrán, el poeta del Líbano, y los poetas – dicen que lo dijo Cocteau- son mentirosos que suelen decir verdades como puños.
Agrega Ciborea: “Era un hijo muy cariñoso; también era el único. Bebió la vida en este seno ya seco. Ensayó sus primeros pasos en este jardín, agarrado siempre a estas hoy temblorosas manos que en aquellos tiempos eran más frescas que las uvas del Líbano”.
El libre desarrollo de su personalidad o libre albedrío que llaman, apenas le alcanzó a Judas para ejecutar el libreto anticipado por los profetas, esos poetas al revés que andan dispersos a lo largo del antiguo testamento. Sin Judas, el nuevo testamento se iría de bruces.
Quizá da Vinci lo pintó feo para justificar la obesa factura que le pasó a Ludovico Sforza, el cacao de Milán que le encargó la pintura del último golpe. Cena le dicen los del gajo de arriba. Como los pintores pecan y empatan pintaría también a la enigmática Monalisa.
El pensamiento del artista sobre su personaje está incluido en un documentado y bello libro, “Leonardo, el vuelo de la mente”. El autor, Charles Nicholl, inglés de profesión, lo dijo casi todo sobre el hijo de Catalina y Ser Piero. Aunque fue Albiera, su madrastra, quien crió al chiquitín. ¡Bravísimo, Albiera!
Ante el acoso para que terminara el cuadro de la Última Cena, Leonardo le explicó al paganini del Sforza que Judas “ha de ser pintado con un rostro que exprese toda su maldad”.
Y agrega con sevicia: “Así que desde hace un año, tal vez más, todos los días, por la mañana y por la tarde, acudo al Borghetto, donde hay la más baja e innoble ralea, gentes muchas de ellas depravadas y perversas, con la esperanza de encontrar un rostro de tan maligno personaje”.
Martín Scorsese, premio Príncipe de Asturias de las Artes 2018, en su película “La tentación de Cristo”, encabeza el sanedrín de defensores de Iscariote y lo presenta como amigo del Galileo. Dios no ha rectificado al cineasta.
Rafael, un ocurrente hermano lego carmelita que recitaba la Biblia en múltiples tonos, defendía esta tesis: Judas se salvó por ser “un trabajador de la pasión” y “los trabajadores de la pasión no se pudieron condenar”.
Un retroactivo pálpito me dice que el hijo de Ciborea era un encanto de tipo; anticipado Sabina, era un anarquista que respetaba los cocuyos, los semáforos de la época.
Al final, Jesús y Judas se reconciliaron, dicen otros duchos que leen entre la historia entre líneas. Dios lo perdonó, “es su oficio”. “Os ruego – pide Ciborea a través del poeta del Líbano – que no me preguntéis nuevamente por mi hijo. Lo amé y lo amaré hasta el final de mis días”. (Líneas pasadas por latonería y pintura. La foto es un detalle de Leonardo de Vinci sobre el Judas de la Última Cena).