Por Oscar Domínguez Giraldo
Por culpa de la pandemia padezco amnesia parcial de ciudad. Quince meses sin visitar el centro me obligó a reconocer este segmento de Medellín al que he sido adicto desde que las señoras compraban sus medias en Almacenes Tania de Junín.
Estaba tan desactualizado que le puse la mano al metro y se detuvo. La empresa debería apretarle clavijas a los conductores de los alimentadores que dan bruscos frenazos, y bajarle al ruido que hacen las puertas al abrir y cerrar. Los pasajeros quedamos de otorrinolaringólogo.
Como practico todas las formas de locha, monté en todas las opciones que brinda el sistema metro, incluídos almentador, metroplus, metro, tranvía y metrocable a La Sierra (foto). Todo funciona a la perfección. Se puede comer en el piso de lo limpio que lo mantienen.
Letreros y audios invitan a amar el tapabocas como a sí mismo y a guardar distancias para no tragarse las babas del vecino que pueden traer malas noticias coronavíricas
Conocí el funcionamiento del Bibliotemetro del parque de San Antonio., cerca del pájaro violentado de Botero (fto) No le jalé al escuchadero” ubicado al frente. Tal vez si cambiaran la palabra, que suena a desnucadero, lo pensaría mil veces. Este vez preferí no incomodar al sicólogo de turno del escuchadero con mis insulsos secretos, que aburrirían a una boa constrictor.
Ante el edificio de Coltejer saqué el espejo retrovisor y vi al desaparecido teatro Junín. El bello teatro Lido es el de siempre, con sus ínfulas arquitectónicas parisinas.
Siempre voy pilas con la billetera. No quisiera ver la cara de frustración que pondría el raponero exitoso cuando se dé cuenta en casita, después de una ardua jornada laboral, de que su atracado andaba ligero de billete.
Los piratas de libros hacen su agosto. Adiós derechos de autor. Tienen un bello detalle conmigo los piratas sin parche: ningún libro mío ha sido clonado. No sé si alegrarme o preocuparme… Para darme coba, pienso que en la era digital es más fácil atravesar un paso cebra por debajo que vender libros.
Otro activista del sector informal me muestra de lejos una alhaja que exhibe con la mano extendida hacia el piso para que la veamos solo los dos. “Llevátela, bacán, está regalada”. Este bacán se cerciora de que de pronto el sujeto no le vaya a echar algún polvo que lo deje bobo. O petrista.
Le gasto una furtiva mirada al club de ajedrez y billares Maracaibo. Solo queda el destartalado aviso que parece una bandera o unos cucos derrotados. Hace cursillo para parqueadero.
En el edificio La Bastilla, pregunto si Bernardo González White, Begow, uno de los dueños del centro de Medellín, reinició sus tertulias con corvina. Negativo al cien, aclara el guachimán. (Bernardo tiene revistas del Instituto Colombiano de Educación en las que aparece, aconductado, casi regañado, el escritor Fernando Vallejo. Cerca está el rector, don Nicolás. ¡Aleluya: Begow y yo estudiamos en el mismo colegio! así estemos a años luz de Vallejo en esto de garrapatear textos).
El retorno al centro me devolvió la autoestima. Constaté que sigo vigente: dos muchachos me entregan volantes en los que me invitan a ver cine porno. Garantizan cabinas individuales “si el señor lo desea”.
A pesar de mis dos tapabocas y de guardar estricto distanciamiento, varias mujeres descubren en mí a un excelente pagador y me ofrecen cómodos préstamos. “Aplica para reportados y embargados”.
El cacique Kamakum, famoso en varios países, a través de su enviado especial, me garantiza salud, dinero y amor. “Atraigo, amarro, amenazo, ahuyento amantes”, dice la publicidad plagada de horrores de ortografía. Empecé bien septiembre. Pero mejor vuelvo a mi clausura