Por Orlando Cadavid Correa
En la flor de la eterna juventud, el piropo –la socorrida costumbre del galanteo callejero– cumple 96 años de haber sido admitido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua como expresión de alabanza dirigida a una mujer hermosa.
Recordemos que en Manizales –a menos de tres horas de Medellín– se dedicaba en vida a conjugar los cuatro verbos que más le gustaban, vivir, amar, leer, y escribir, el locuaz aranzazuno Gonzalo Aristizábal Álzate, un compilador que le consagró una parte de su existencia al estudio del piropo, dulce requiebro amoroso, al que culpaba de que ya no cupiéramos todos los mortales en el planeta Tierra.
El investigador caldense decía que la RAE aceptó el verbo piropear en 1925. Sin embargo, en las nueve décadas y seis años transcurridos no se ha sabido quién fue el inventor de la sabrosa lisonja. Ni la Internet, que se las sabe todas, tiene el dato. Para este estudioso de la tradición oral, el piropeador es el cultor del arte que se volvió poesía callejera, aunque deplora que ahora esté inmerso en una decadencia soez.
En las doscientas cuarenta y cuatro páginas de su sabroso libro “Piropos”, al que le colgó un subtítulo que reza “La pasión hecha palabras”, Aristizábal enumeró una veintena de clases de piropos que se dicen en Colombia y que consiguió agrupar a lo largo de su vida. Los hay poéticos, galantes, bromistas, amorosos, populares, copleros, agresivos, dialogados, telegráficos, antañones, ordinarios, fúnebres, críticos, telefónicos, anecdóticos, en verso, obscenos y de mal gusto.
El piropólogo hacía esta síntesis de lo que podría llamarse “El discreto encanto del fugaz homenaje a la fémina”, con base en una lluvia de ideas emanadas de la inspiración del talentoso humorista antioqueño Óscar Domínguez Giraldo: “El piropo es un bolero que se silba sobre la anatomía de las bellas que en reciprocidad cambian de caminado”.
Algo más: “El piropo es un equilibrio entre la oferta y la demanda”. “Es, asimismo, un madrigal abreviado”.
“El piropo pertenece al reino de las ilusiones, no de los despechos”. “Es un género poético de los andenes, no de las cantinas”.
“El piropo es una sucinta lluvia verbal que cae en las espaldas femeninas y sitios adyacentes”. “Es, igualmente, una frase elogiosa en una esquina”. “Es una pala de miel”. “Es un micropoema”. “Es una frase linda y delicada que pretende resaltar el encanto femenino”. “Es una admiración en voz alta”. “El piropo es un poema hecho sonrisa, es aroma de imaginación, es el secreto para enamorarlas y para amarlas hasta que nos alcance la dicha”. “El piropo es un madrigal de urgencia”.
Los piropos poéticos, finalmente, son aquellos que se administran como con cucharaditas llenas de ternura.
Mientras Domínguez sostiene que “matar o guiñar el ojo es también un piropo que se dice sin disparar una sola letra del alfabeto”, Aristizábal –que también compiló los mejores epitafios en otro libro que subtituló “El humor de la muerte”– hizo su aporte y procedió a bautizarlo “miropo”, porque, en su sentir, equivale a un piropo que se dice con la mirada.
El piropo siempre ha generado posiciones encontradas.
El inolvidable cronista Julio Abril narraba en sus crónicas de la vieja Bogotá que mientras unos lo consideraban como un verdadero alarde del genio y de la originalidad callejera, otros lo juzgaban como una auténtica vulgaridad.
Añadía que muchos escritores españoles llegaron a considerar el piropo una de las tantas “pestes” de su país, y cosa propia de la chulería y no de caballeros.
La Apostilla: A doña Luz Marina Zuluaga, la primera Miss Universo made in Colombia, le pidieron alguna vez que hiciera memoria sobre el mejor piropo, el que más recordaba de todos los que había recibido. “El que más me gusta fue el que me dijo un señor en la carrera 23, la principal arteria de Manizales: “¡Eh Ave María, señora, pero usted sí se amañó de linda!”.