Quinto Piso
Por Oscar Domínguez Giraldo*
Los bogoteños somos esos tipos con cara de retrato hablado, de N. N., de yo no fui, de prontuariados venidos de otros atardeceres, que tenemos la nostalgia por cárcel. En nuestro disco duro figuran la última lágrima o el postrer beso de despedida.
El día del cumpleaños de Bogotá, el 6 de agosto, le cantamos el desafinado japiberdi. Acaba de apagar las primeras 482 velitas.
Los bogoteños tenemos fresco también el primer aguacero, el salario mínimo inicial, el nuevo mejor amigo, el paisaje de mujer que nos dieron la bienvenida cuando llegamos en busca del sueño bogotano. La cuerda no nos alcanzó para desembarcar en Gringolandia.
En muchos se dio el caso de amor a primera vista entre la ciudad descomunal y el forastero perplejo que llegó a lomo de bus escalera con una muda de ropa.
Vivimos en estado de miti-miti perpetuo: medio corazón se quedó en la tierra que nos vio berrear, el resto nos acompaña con fidelidad del perrito de la Víctor. Para no perder el polo a tierra, al primer hijo lo bautizamos en nuestros terruños. Al segundo o tercero le figuró Porciúncula, Iglesia de Lourdes o Los Laches de acuerdo con su ubicación en la escala social.
Los bogoteños no fuimos profetas en nuestra tierra. Aquí tampoco, pero se nota menos. Somos uno más.
En la gran ciudad el anonimato es otra forma de vida. De anonimato nadie ha muerto. En todo caso, somos tantos que unidos podríamos poner presidente. Preferimos la alegría de vivir a la zozobra de elegir.
En los primeros días del desembarco, en Monserrate los paisas veíamos el Morro Picacho, los caleños, el cerro de las Tres Cruces, los cartageneros, la Popa, los manizaleños, el Nevado del Ruiz. Y siguen hartos etcéteras con otros íconos geográficos.
Incorporamos el clima “ex frío” de la ciudad a nuestra hoja de vida meteorológica. Preferiríamos que el termómetro no se extrovirtiera demasiado. Digo “ex frío” porque Bogotá hace tiempos cambió de clima. Cada vez más, nuestra “plaza”, como le decimos los provincianos igualados, se da ínfulas costeñas lo que le roba parte de su sexapil.
En nuestra mochila de viajeros traemos clichés contra los sabaneros: que son fríos, que no saludan, que niegan una dirección, que son tristes, que de agua pocón. Paja. A medida que compartimos con ellos nos convertimos en sus defensores de oficio. (Lambé que están echando, Domínguez)
Familiares y amigos que no se sumaron a la diáspora nos preguntan a distancia si conocemos a tal actor o actriz de moda. Si respondemos que sí, que los vimos pasar una calle, respetar el semáforo, mercar, hacer cola, asilarse detrás de unas gafas oscuras a lo Greta Garbo para esconder su biografía o proteger su fugaz importancia de los fans, empiezan a mirarnos con respeto, admiración y no poca envidia.
De pronto nos despertamos arribistas. Para congraciarnos con los anfitriones rolos, en las conversaciones soltamos nada convincentes expresiones como: “ala”, “chino”, “pisco”, “regio”, pero la forma de pronunciarlas delatan el talante provinciano. Rápido regresamos a nuestros raizales sonsonetes.
En un santiamén detectamos dónde es el punto de encuentro con otros paisanos. Con sólo mirarnos a la cara sabemos de qué vereda extraviada en el mapa nos sacaron con espejito. Nos topamos y, de una, entonamos el himno aprendido en la escuela para no olvidar letra y música. Hablamos en nuestra jerga regional para recobrar voces que han ido saliendo del disco duro.
Y como la saudade se cura por el estómago, intercambiamos información privilegiada sobre los sitios donde hay que comprar la carimañola, el aborrajado, las arepas, los frisoles, el mute, la butifarra, el calumniado cuy. Al marrano con lo que lo crían.
La tolerante ciudad nos permite guardarle fidelidad a la comida, la religión, la música, el equipo de fútbol, el habla regional y la filiación política, en ese orden. Nos damos el lujo de adoptar un segundo equipo como Millos o Santa Fe. La condición de hinchas reclama tener por quién padecer.
En reciprocidad con la ciudad que nos deparó amores, insomnios, casa, carro, beca y un puesto bajo el sol laboral, con la venia del Espíritu Santo, dueño del clasificado, decimos: Gracias, Bogotá, por los favores recibidos.