Por Arturo Guerrero
Los bastones de la guardia indígena acordonan el separador de las avenidas para que los transmilenios rueden con fluidez. Desde los andenes personas variopintas gritan “bienvenidos” y toman fotos con celular al espectáculo verde y rojo de los que marchan.
La Plaza de Bolívar contrasta. La estatua de Bolívar luce amordazada, ceñida de blanco, paloma estrujada sin libertad. Los augustos palacios circundantes visten polisombras negras por las que cruzan murciélagos de Wuhan. Los velos de la catedral y el palacio cardenalicio suben hasta el cielo. Nadie en los recintos de piedra quiere contaminarse de indio.
Cada marchante es un músico. Las flautas agudas esparcen un perfume de monte andino. Mas que gritar consignas, los indígenas soplan o baten tambores. “No venimos a pelear con nadie”, anuncia un micrófono. El río andante sacude bordones coronados por banderines y cintas que ondean.
Hombres de bluyín y mochila y mujeres con banderas de arcoíris bailan marcando un pasito breve. Es un tun tun que da mimo a tanto pavimento. Hay mucha juventud, una mezcla de rasgos ancestrales y brío contemporáneo.
Se echan de menos las arengas. De cada cinco palabras los organizadores mientan tres, derivadas del vocablo espíritu. Agradecen al espíritu mayor, notifican la apertura de las autoridades espirituales, se dirigen al médico tradicional como sabedor espiritual, anuncian un juicio espiritual al presidente.
Sobre la primera explanada ceremonial del país sobrevuelan seres sutiles. Los indios se desempeñan con soltura en compañía de fuerzas que no se ven. Para ellos están más vivas que los vivos. A ellas les piden permiso para cazar, pescar, adivinar. Gracias a esos espectros se inmunizan contra el coronavirus, se protegen de los ministros y del Esmad escondido.
En vista de que el primer mandatario no aparece y deja la silla blanca vacía, un orador anuncia: “El presidente tiene derecho a defenderse, a un abogado. Le hacemos un llamado”.
Un trino de Aspasia Segunda parece elevarse sobre la muchedumbre. Lo sube a la red a las diez de la mañana de este lunes 19 de octubre: “Le falta mucho al Gobierno para despertar el orgullo y respeto que despierta la minga, mucho”.
Dos sustantivos elegidos con acierto. La minga concitó respeto. No miedo, como sucede con las marchas agitadas de consignas tropeleras, infiltradas por vándalos y correteadas por policías levemente adiestrados para matar. Ese desfile desde el sur, donde nacen los ríos, es una enseñanza de cómo oponer las fuerzas de la sensibilidad a las barbaridades de la historia.
El país experimenta orgullo pues desde las raíces surge la afirmación de otro modo de ser colombianos. Da gusto identificarse con esta música arrancada al viento, con el bailecito que cualquiera logra acompasar, con la risa esgrimida a manera de desenmascaramiento del rival.
Orgullo y respeto que no inspiran ni el sistema político que da la espalda ni el extremo contrario que ladra pero no suma.