Por Santiago Gamboa, Bogotá
Los hechos violentos ocurridos en Bogotá y otras ciudades del país el 9 y 10 de septiembre fueron un increíble test para la política criolla. La Policía, después de que dos de sus miembros torturaran y asesinaran a un ciudadano, intentó por todos los medios escurrir el bulto. Pero los videos fueron imposibles de ocultar y la protesta les cayó encima. Entonces pasó algo increíble y es que la Policía perdió la razón, se sublevó, presa de un rapto de locura (¿transitoria?). Como esos maridos violentos que, al ser sorprendidos in fraganti, arremeten contra la esposa a golpes o a tiros y luego contra los hijos, pues, en la ceguera del ego, no toleran que su autoridad sea puesta en duda, ni siquiera cuando sus errores son evidentes. Un extraño reflejo que sobrevive en la psique humana desde la Edad de Piedra: creer que quedo liberado golpeando al que me acusa, al que ilumina y hace visible mi culpa. La Policía se comportó como un marido borracho, como un padre maltratador.
La gente que salió a protestar también explotó. Un estallido que ya se percibía en el aire desde las marchas contra el Gobierno del año pasado y que la pandemia congeló, sí, pero a su vez acentuó, pues a ello vino a sumarse la frustración por la falta de ayudas concretas ante las consecuencias de la pandemia, y algo gravísimo, que es la sensación de injusticia en el reparto de subsidios, del modo en que se verificaron alucinantes robos con los mercados, en la impunidad, y, por supuesto, la forma descarada en que se favoreció a bancos y a grandes empresas amigas y financiadoras del Gobierno, algunas de las cuales, por cierto, decidieron devolver la plata que les regalaron (y no necesitaban) con tal de evitar el escarnio.
En cuanto a los bancos, el 2020 será probablemente su mejor año en décadas gracias al manejo de las ayudas estatales (6 % de todo), que manipularon a su antojo, lo que planteó un escenario casi prerrevolucionario: el de una sociedad empobrecida por una crisis y unos bancos enriquecidos por esa misma crisis. ¡Salud, señor Sarmiento Angulo!
Toda esta sensación de abuso e injusticia estaba en el inconsciente de las personas desde hacía meses, hasta el 9S. Y ardió Troya. El Gobierno se comportó como el amigo del padre violento: intentó encubrirlo hasta que comprendió que asociarse a él se volvía peligroso, y entonces pidió disculpas, pero al mismo tiempo, por las dudas, les echó la culpa a sus enemigos: a Petro, a Santos, al partido FARC y, finalmente, al Eln. Les faltó la Corte, pero ya no aplica. La más sincera, con la sinceridad del bobo, fue la Cabal (que debería hacer público su examen de coeficiente intelectual).
Entonces el triste Duque, que no da pie con bola, se anticipó al Halloween y salió disfrazado de policía, como un niño. Le faltó la Bom bom bum. Y Claudia, de nuevo, debió echarse al hombro el país asumiendo sus heridas y su verdad. Ahora el Gobierno la acusa de hacer política con las víctimas, como si asumir el dolor no fuera un necesario acto político. Debe serlo. Estar disfrazado y del lado del que dispara, en política, es muy diferente a estar del lado de los heridos y los muertos. Un rotundo gesto que retrata quiénes son hoy Duque y Claudia, las dos caras enfrentadas de la realidad de este país.