Por Oscar Domínguez Giraldo
En ciertos cuartos de hotel parece que no hubiera vivido nadie. Otros dan la sensación de que han sido habitados por medio mundo.
Terminamos acostados con los fantasmas y pesadillas de quienes nos precedieron. Con sus penas y alegrías. Inevitable salir untados de otro. Como cuando en misa nos dábamos la esquiva, necesaria, mentirosa y bella paz.
Nos asomamos al espejo del cuarto y nos da la sensación de que nos estamos mirando muchos. El espejo es un palimsesto de los rostros que se han sicoanalizado frente a él.
En toda mirada al espejo nos acompañan un aristócrata venido a menos, un ex pobre venido a más, ejecutivos estresados, un político graduado de soltero lejos de casa, el corrupto radiante que todavía no tiene la casa por cárcel, un asaltante bancario que dibuja el túnel que lo ayudará en su faena, un marido infiel. El menú es variado.
El botones – Cantinflas encarnó a uno de ellos- nos presenta el cuarto; nos explica cómo abrir el cuarto con una tarjeta que asusta a los neófitos, cómo prender y apagar las luces, el ventilador. Tranquiliza a quienes hemos visto la película Psicosis de Hitchcock y nos asegura que bajo la ducha de ese hotel no se ha repetido esa historia.
Nos tienta con los pecados etílicos que contiene la neverita bonsái. Terminado el ritual de la presentación inicia la retirada que será lenta para darle tiempo al huésped de que se mande la mano al dril. Coronada la propina, la salida del botones toma la velocidad de plusmarquista de los cien metros planos.
Los hoteles deberían ofrecer resúmenes biográficos de quienes han habitado los cuartos. Así sabríamos con quien compartimos fantasmas.
Hay una inevitable sensación de soledad acompañada en tales lugares. Alcanza uno a sentirse sin norte. Ciudadano de ninguna parte.
En esa pequeña claustrofobia somos ilustres desconocidos. Podemos disfrutar del encanto de ser notorios n.n. Nadie lamentará nuestra partida. Salvo si no pagamos la cuenta.
Claro que los viajeros frecuentes, esos seres que tienen el mundo o la libertad por cárcel, se apegan a los cuartos de hotel como al primer beso o al rencor más reciente.
Una caja de caudales, empotrada en la pared, o instalada discretamente en el armario, nos invita desde su silencio de acero a depositar allí nuestra fortuna que haría sonreír a Bill Gates.
La burocracia del hotel se excede en atenciones con los huéspedes. Les conocen sus excesos etílicos y sus aberraciones. Como los ascensoristas que respetan su oficio, nada vieron, nada oyeron.
Los entrenan para servir, sonreír, olvidar. (De pronto sacan de alguna angustia sexual a un huésped, así la canita al aire no figure en el reglamento de trabajo).
En nuestra remota intimidad deseamos que de debajo de la cama surja la diva que nos quita el sueño.
Gerentes hoteleros y su tripulación se empeñan en hacernos amable la fugaz vida de inquilinos. Se les agradece el detalle. O los detalles, porque por todas partes surgen coqueterías para hacernos sentir como en casa. Lo que no lograrán del todo porque en casa no nos cobran.
Esos cuartos tienen sus voces y ruidos propios. Que no falte papel para consignar alguna urgencia poética, o escribir líneas que son botellas arrojadas al mar, en este caso, el cesto de basura.
Siempre habrá una Biblia protestante, virgen de lectores, de pasta azul y papel cebolla, disponible en algún cajón. No llamarán a la policía si se roba los Evangelio.
O el salmo 23, el 91, o un proverbio. Como biblias hay en todas las casas, no hay peligro de robo. Salvo en caso de coleccionistas-cleptómanos. O ladrones como Dimas, el buen ladrón, que robaba por inercia, para mantener calientes los dedos.
El televisor se convierte en familia. Vemos la gorda o la anoréxica de algún reality y nos provoca invitarla al bar. De ese tamaño es la soledad y las ganas de alborotar la libido. El bar de la habitación nos hace guiños. Pero beber solos es una derrota más.
Necesitamos ruido, luz, más luz, compañía. Abrimos ventanas. Prendemos la radio. Navegamos por internet. Saber cómo se despelota el mundo, hace más llevaderas las horas cuando nos graduamos de forasteros.
¿Esa cobija que nos tocó a quién calentó anoche, hace un mes? De pronto a un jugador de cartas, a un traqueto en ascenso, a un “paraco” emproblemado. Alguien dejó una herencia de pulgas entre las sábanas.
Bueno, no hay que ser pesimistas: alguna sucesora de Nefertiti, reina del Nilo, pudo haber soñado allí.
Apagamos la luz al momento de abandonar el cuarto, de regreso a casa. En esa veloz liturgia le endosamos este recado a nuestro sucesor: ahí le dejo el cuero. (Estas líneas pasaron por el taller de enderezado y pintura).