El hombre que no existía

Ilustración de la vieja Bogotá, calle 11, entre carreras quinta y séptima (?), del Diario, de José María Caballero, de Villegas Editores.

Por Oscar Domínguez Giraldo

Su escenario era el centro de Bogotá. Andaba solo, sin prisa, con  la despreocupada y feliz arrogancia  de quien nunca ha votado y/o carece de deudores y acreedores.

En su rostro siempre era lunes. No se  permitía ningún asombro. Cero ilusiones. El minuto que veía venir en su hoja de vida, parecía clonado del que ya pasó y abrebocas del que se veía venir. 

Daba la impresión de que no fuera para ninguna parte.  Sus kilos y su gabardina, desteñida de tanta rutina, silencios, aguaceros y  soles, envejecían con él.

Con la mueca en lugar de sonrisa con la que salía a la llanura, notificaba que nunca se fijó metas para salir adelante en la vida, como cualquier hijo de vecino. No le interesó salir ni en el pasa del periódico. En una mojada acalorado adquirió el rostro en el que se asiló para siempre.

Supongo que sus pies no conocieron muchos zapatos nuevos. No se vestía. Se pasó a vivir a la misma ropa. Su vestimenta era algo así como una sombra que lo seguía por todas partes con canina fidelidad.

Parecía colega de los fantasmas que habitan el viejo barrio de La Candelaria.

Tenía por hábitat la soledad, la ciudad, la calle, el cemento, la indiferencia. Tenía asegurado el futuro olvido. Su elemento era el ruido sin ton ni son de la hostil metrópoli. Esto lo hizo antípoda del que cantó  Fray Luis de León: «Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido».

Nunca lo ví mirando una vitrina en calidad de integrante de la familia Miranda. No perteneció al rebaño que consume. Los comerciantes jamás lo condecoraron por botaratas. Por su culpa no sonaba la registradora.

No debió mirarse jamás al espejo. No tendría nada qué decirle a ese rostro que no se enamoró ni de la sota de bastos.

Para decirlo con Bufalino, es posible que a veces nuestro hombre se despertara “aceptablemente póstumo”.

Como los gatos, reyes del “dolce far niente”, se despertaba y se quedaba sin agenda. Era de los que solo asistiría a su propio entierro por razones obvias. Desde su óptica, había cosas más interesantes que morir.

Le pesqué algunas licencias de un hombre cualquiera: alguna vez lo vi salir de un cine vespertino. Tenía el rostro pálido y perplejo de quien ha visto diez veces la misma película de cinemateca. (¿El tío, de Jacques Tati que también ví varias veces?). En otra ocasión, lo pillé in fraganti llevando en su mano una bolsa de supermercado. Supongo que no llevaba nada adentro, como esas maletas que cargan en las películas.

Cualquier domingo bogotano lo sorprendí con restos de un periódico debajo del brazo. Acaso buscaba la noticia de su inexistencia. Es el más ilustre NN que ví en la Carrera Séptima.

Creo que él y yo nos sospechamos, como esos vecinos que se ignoran en el ascensor. O en la misa dominical. Con cierta curiosidad me pregunto qué pensará de mí de tanto verme en jurisdicción de sus monótonos segundos. 

Para conocer el timbre de su voz, alguna vez le hice una pregunta: “¿Sabe dónde queda esta dirección, señor?”.  Cuando me resumió todo en un despectivo NO salido del estómago, tuve la sensación de que lo había despertado de un profundo insmonio. Le adiviné telarañas en su monosílabo de ventrílocuo. Me dio la sensación de que me respondió alguien distinto a él.

Tal vez tenía el timbre de voz de quien en vez de pronunciar palabras, almuerza con ellas. Si alguna vez se sorprendió hablando dormido, debió alegrarse y espantarse con su elocuencia de sonámbulo.

La frialdad de su respuesta, me dejó sin argumentos para la siguiente pregunta: “¿Usted no existe o lo que no existimos somos los otros?”.

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