Por Darío Jaramillo Agudelo

Miriam Toews, Pequeñas desgracias sin importancia (Sexto Piso).-
Miriam Toews (Steinbach, Canadá, 1964) es una excepcional narradora y lo muestra con esta novela que –soy fiel con lo que me sucedió con ella– uno empieza y ya no puede soltar: aunque la historia que cuenta es dura, aunque la voz narradora es despiadada, por algún prodigio que no sé explicar, el lector no puede detenerse y no puede dejar de reírse con una frecuencia que no combina con el dolor y el sufrimiento de los personajes. 
El yo que narra se llama Yolandi. Cuenta la historia de su familia, menonitas venidos de Rusia a Canadá, cuenta del padre –que se suicidó–, de su madre y, principalmente de su hermana, Elf, una concertista genial, famosa y, a la vez, una mujer con dificultades para seguir viviendo. Alguien que la ha visto tocando el piano, para referirse a ella comienza señalando “lo mucho que sufre” y luego cuenta su concierto: “había cientos de personas, pero nadie se fue. Era un dolor íntimo. Y con íntimo me refiero a que era inabordable. Sólo la música sabía lo que pasaba y guardaba secretos para que esa forma de tocar suya fuera un enigma, un susurro…”.

Para hacer un (falso) resumen, la novela cuenta una de las crisis emocionales de Elfie, la cuenta a través de Yolandi que se supone que es la hermana fuerte, pero que no sabe ni quién es: “yo no recuerdo lo que soy. Yo soy lo que sueño. Yo soy lo que espero. Yo solo soy lo que no recuerdo. Yo soy lo que los demás quieren que sea. Yo soy lo que mis hijos quieren que sea. ¿Qué quieres tú que sea? (…). Pues escribo. Voy a la compra, pago multas de aparcamientos. Veo bailar a Nora. Me cuestiono cosas muchas veces al día. Doy muchas vueltas por la calle. A menudo intento ponerme a charlar con la gente, pero casi nunca funciona, se creen que estoy chalada”.

Yolandi intenta ayudarle a Elfie, pero no deja de ser cruel con ella misma: “y entonces mi antiguo yo eclipsó todos mis pensamientos. Solo podía pensar en la persona que era antes de convertirme en todas las demás: una futura divorciada de cuarenta y tantos años que había sido tan tonta de dejar a su marido aunque en su momento creyera que tenía razones válidas, una amante con tan poco criterio que rozaba el esperpento, una hija adulta que incordiaba a su madre anciana por utilizar clichés, una hermana que no era capaz de decir lo que tenía que decir para salvar una vida y por eso estaba pensando en recurrir en cambio al homicidio, una escritora que era una impostora que decía saber sobre cargueros trasatlánticos”.

En fin, una familia rota, unas mujeres despechadas, deshechas y hechas un desecho, no hay derecho y a lo hecho pecho. Y la historia está contada con gracia, con inteligencia, con humor, sí, lo más inesperado, con humor. Pequeñas desgracias sin importancia es una novela excelente y de devoradora lectura. La traducción se debe a Julia Osuna Aguilar. 
Claire Keegan, Recorre los campos azules(Eterna Cadencia).-
Silvina Friera, periodista de Página 12, entrevistó a Claire Keegan cuando apareció Recorre los campos azules y resumió así su vida: “la historia de Claire Keegan podría parecer un cuento de su admirado Chéjov, donde la protagonista lucha contra las circunstancias de su ambiente. La escritora irlandesa, que nació en 1968 en County Wicklow (en la costa oriental de Irlanda), en el seno de una familia católica, cuenta que su padre ‘nunca leyó un libro’ y su madre, ‘sólo algunos’. Cuando era chica, en esa atmósfera de la granja familiar donde pasó su infancia y adolescencia, ella captaba lo que no se decía pero que se respiraba: su familia no era feliz. A los 17 años viajó a Estados Unidos para estudiar inglés y ciencia política en la Universidad de Loyola. Decidió regresar a Irlanda en 1992, para realizar un máster de escritura creativa en la Universidad de Gales, quizás en el peor momento: cuando el país comenzaba a padecer la tasa de desocupación más alta de Europa. ‘Nunca había escrito nada ni me imaginaba que podía ser escritora’”. Se puso a escribir después de ser rechazada trescientas veces por aquellos a quienes les pidió un empleo. 
Sus cuentos reflejan con dureza, despiadadamente, esa Irlanda rural de familias que no eran felices; como la suya. Y ella no guarda compasión. Jorge Fondebrider, traductor de los libros que hay en castellano de Claire Keegan, cuatro hasta ahora, declaró hace poco a Daniel Gigena, de La Nación, que “si se considera que un traductor es un lector más atento que la media de los lectores, uno que desmonta el texto escrito en otra lengua para armarlo en la propia, casi como un relojero que después de desarmar el reloj tiene que armarlo para que siga funcionando, se comprenderá que es relativamente fácil detectar dónde están las costuras de un texto. Sin embargo, con Claire Keegan es distinto porque las costuras prácticamente no se ven. Siempre me pasa lo mismo: te va llevando, sin que te des cuenta, te obliga a seguirla y llegás a donde ella quiere que llegués casi sin haberlo advertido. Es algo del todo excepcional y solo les pasa a los lectores cuando se topan con un escritor de los buenos, que no son tantos (…) El gran maestro de Claire fue John McGahern, a quien ella le rinde homenaje en al menos tres cuentos de sus libros anteriores. Por otra parte, pensaría que tiene algo de Carson McCullers o Flannery O’Connor, narradoras estadounidenses que muchas veces están en un registro similar”.

Por lo general, la literatura europea actual es urbana, burguesa, clasemediera, seguidora de la moda, convencional. Cuando hay disentimientos, suelen ser en ese contexto, muy siglo XX, muy asimilados a la tecnología. Y los campesinos de Claire Keegan parecen de otro lugar más subdesarrollado, más sometido a los dogmatismos sociales, que en el caso de Irlanda proceden de un catolicismo que no sólo es la religión que los llevará al cielo sino también la religión que los mantiene en su infierno en la tierra y los somete a las mentiras oficiales, a la hipocresía sexual, a la infelicidad. Para Deegan, campesino personaje de un cuento magistral, “La hija del guardabosques”, “Dios es un invento creado por los hombres para mantener a su mujer y a la tierra a una distancia segura de otro hombre”. En ese mismo cuento se refiere a Judge, un perro que también es personaje central en la narración: “Judge está contento de no poder hablar. Nunca entendió la compulsión humana por la conversación: cuando habla, la gente dice cosas inútiles que rara vez mejoran sus vidas. Sus palabras los entristecen. ¿Por qué no dejan de hablar y se abrazan?”.

Refiriéndose a este libro, Keegan declaró para Página 12: “La mayoría de mis historias no son autobiográficas, pero me gusta mucho que la gente lea los cuentos pensando que me pudo haber pasado a mí. Un consejo muy común que se les da a los escritores es que escriban sobre lo que conocen, pero a mí me interesa más escribir sobre lo que no conozco”. Por eso mismo, admite: “Escribo muy despacio, hago como treinta borradores de una historia, me lleva mucho tiempo convertir una historia en cuento. Para transformar una historia en un cuento, hay que sacarle muchas cosas de modo que parezca que el cuento se desmorona, pero sigue ahí. Una buena historia es la que está casi incompleta y parece frágil. Es como la diferencia entre sentarse al lado de alguien que no para de hablar, y que sabés que no va a decir nada importante, o sentarte al lado de alguien que está muy callado y probablemente te va a decir algo. Nos pasamos la vida hablando, pero la mayoría del tiempo no decimos nada. Un cuento revela lo que no se dice”.

Puesta en la tarea de definir este libro, dijo: “este libro es una crítica sobre por qué la gente se junta, por qué se forman las parejas. Es una crítica al matrimonio en sí mismo, al hecho de que en un momento de la vida te vas a casar y vas a tener hijos. En mi experiencia, la mayoría de las familias que conocí, incluso mi familia, no era feliz. Nunca creí en el matrimonio como un camino hacia la felicidad. Para mí es más valiente estar solo que estar en una relación. Casarse por imposición no resuelve el problema de la soledad. Lo que yo cuestiono es el matrimonio como una respuesta a la soledad, pero la soledad afecta tanto a los hombres como a las mujeres. Las emociones no son sexistas. Los pensamientos sí”.

Una gran escritora que me lleva a la sección de profecías: Claire Keegan algún día se va a ganar el premio Nobel de literatura. 
Darío Rodríguez, Minucias (Universidad de Antioquia).-
El aforista ama el silencio y sólo sale de él a la fuerza y marcado por la brevedad. Y va lento porque el aforismo, oculto entre más silencio, tarda en madurar. Nadie, y Rodríguez lo sabe, lo ha vivido, es aforista por oficio; sólo lo es por necesidad y muy ocasionalmente. Si es previsivo, y nadie es previsivo siempre, irá reuniendo esas filosas frases cortas para tener, al cabo del tiempo, contado en años, un cuaderno con sus silencios hechos de palabras, con sus palabras hechas de silencios. Como Minucias, este concentrado tesoro de Darío Rodríguez que, fiel a la timidez del aforismo, elude su propio nombre. 
Ya se sabe: Gómez de la Serna no quería llamarlo aforismo y por eso inventó la palabra ‘greguería’; igual Canetti, que nombra a los suyos como ‘apuntes’; o Rafael Cadenas que les dice ‘dichos’; o Antonio Porchia que escogió ‘voces’. Así Rodríguez, que se apropia de ‘minucias’ para bautizar sus muy selectos aforismos. Enseguida va una muestra de Minucias:
-Muchas veces se llega a la libertad porque se estaba luchando por algo muy diferente de ella.
-Los funerales de la novela son, en realidad, la celebración de su bautismo.
-La atención desmedida a un teléfono móvil, o a cualquier pantalla, es una forma de arrobamiento místico.
-Cierto libro de poemas leído como si fuera una colección de aforismos. Cierto libro de aforismos leído como si se tratara de un compendio poético.
-La única ventaja de un artista desconocido es que no se le impone ser heraldo ni vocero de nadie ni de nada.
-Las peores brechas generacionales se presentan entre personas que tienen idéntica edad.
-Para ejercer influencia en los rebeldes nadie más óptimo que quienes no parecen rebeldes: Emily Dickinson, San Juan de la Cruz, Jane Austen.
-Existen mitologías de ciertas colectividades que explican las de otras.
-Los seres humanos se sienten libres porque pueden hablar. Quién sabe si esa capacidad no es, justamente, la más abyecta esclavitud.
-El amor es un arte de la repetición.
-Quien anhela regresar a la soledad nunca la ha experimentado.
-La máscara no anhela identidad sino redención.
-La nostalgia suele confundirse con el entusiasmo.
-La realidad miente. Ese es su trabajo.
-Políticos ingenuos que consideran inofensivas las bibliotecas públicas.
-Cada reunión burocrática nos recuerda el necesario, y justo, sinsentido de la existencia.
-Escribir es un aterrizaje forzoso.
-Nadie es su propio jefe.
-La corbata es lazo de ahorcado, no tenso hacia arriba sino hacia abajo.
-Una mística –incluso una ascética– pagana.
-El mundo nos habla mediante palabras pero suponemos que ese lenguaje es de señas.
-El asombro que no proviene de experimentarse diferente de los demás sino precisamente igual a todos. Es todo.
-Llevar la existencia del destinatario al que nunca le escribieron una carta.
-La crítica literaria suele parecerse a una discusión enardecida entre dos personas acerca de un libro que ninguna de ellas ha leído.
-Todos los Doctores de la Ley como cazadores de cabezas.
-La noche nunca es joven.
-Una sola plegaria para pedir que llueva y que cese la lluvia.
-Uno de los ardides maestros de William Shakespeare fue hacerles creer a algunos que él no escribió sus obras. A fin de pervivir como conjetura.
-La lucidez llega caminando hacia atrás. Y nunca se queda.
-Quedarse gracias al afán de querer irse.
-El país es un alma en pena.
-Desamor de sí mismo.
-A veces observamos solamente con las cejas.
-Abundancia de flores en la nación. Pero solo dispuestas para tumbas.
-Palabras tan endebles que nunca lograron salir de sus páginas.
-Los árboles son caballos detenidos.
-Un insecto con alma de ave.
-Un movimiento de vanguardia compuesto únicamente por críticos.
-Llanuras y cordilleras son opiniones del océano.
-Quien va a la cabeza de la multitud en realidad le está dando, literalmente, la espalda.
-La elegancia es propia de las almas en pena.
-El gato que levanta una pata para agarrar a la luna. Así el oficio literario.
-El automóvil fue inventado para el cazador que subyace en nosotros. El centro comercial fue inventado para el recolector.
-¿Qué isla desierta llevaríamos a un libro?
-Algunos que parecen gritar solo bostezan.
-Leer como si estuviéramos despiertos.
-En ciertos sentidos, todo poeta es maldito.
-Las historias inician donde no hay palabras para contarlas.
-Todavía existen palabras que andan en busca de su definición y significado.
-Ninguna melancolía es excesiva.
-Quizá todo destino es vulgar. La gracia reside en simular que no.
-Desearle suerte a alguien es, en el fondo, suplicarle que se quede quieto.
-Periodistas, políticos, publicistas se disputan las oportunidades de inutilizar y pulverizar las palabras.
-Sacar a pasear el perro puede ser una de nuestras últimas experiencias espirituales.
-Pensar como quien deja escrituras sobre la superficie de un vidrio empañado.
-Tener un método, una metodología, implica ensanchar el problema, no empezar a solucionarlo.
-Todo amor nace muerto. Lo único que cambia es el momento en que lo notamos.
-Una experiencia sagrada no siempre es teológica. Por fortuna. O gracias a Dios mismo.
-Pleno de artificios, como todo lo natural.
-Peligroso como un anciano sin nostalgia.
-El éxtasis místico también se alcanza viendo televisión.
-Descripción completa de un país en una sola frase: “Se emborrachó la policía”.
-La nueva santa inquisición finca su fuerza en el idioma. Cree, ciega, que las palabras cambian la realidad. 
Diccionadario“Las palabras son sagaces: nos hacen creer que las necesitamos”. Darío Rodríguez.
Tomado de Diccionadario (Pre-Textos): Prostimuta: meretriz mutante.
Desparpájaro: pájaro atrevido.
Filosofría: rama helada del saber.
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