Viernes de los oficios: Gotereros

Caricatura de Andrés Domínguez. El Colombiano

Por Óscar Domínguez Giraldo

Pululan sobre todo en diciembre (claro que no se merecen un verbo tan escaso como pulular, pero lo escrito, escrito está). 

El noble oficio del goterero consiste en beberse al prójimo con arte. La idea es desplumar al anfitrión de trago y alacena con un encanto y un desparpajo que no lleguen a ofender, sino que, por lo contrario (¿), amerite que nos repitan invitación.  

Estos especímenes colombianísimos son males necesarios en la medida que animan la etílica velada cuando ésta pierde interés. Aportan el chisme o el chiste que se necesita para reavivar la charla. Si hay que arruinar una virginidad no se paran en pelos. Un saludo y una calumnia no se lo niegan a nadie. 

Si llegan tarde a la «canoa» donde ya empezó a rodar el licor piden «lo mismo para esta mesa» con voz de tenor en el asfalto. Y empiezan a desatrasarse de tragos. Saben que nada más insoportable que aguantarse a un borracho estando uno a palo seco. Toca nivelarse pronto. 

Por supuesto, se las ingenian para poner pies en polvorosa a la hora de pedir la «dolorosa», el despectivo alias de la cuenta. A la hora de hacer vaca para pagar, pasarán agachados. La recolecta los sorprenderá en el baño, haciendo pipí sin ganas que es como amar sin amor. 

Eso sí, se cuidan de perder el sentido. Saben por experiencia ajena que tendrían que asumir la cuenta al despertar. Y ellos sólo son ricos en glóbulos rojos … cuando no están sobregirados en el banco de sangre. 

Cuando están seguros de que no serán involucrados en el pago de la cuenta, la revisan escrupulosamente. Con rigor de notario miran si hay chuzo en la factura. Ni de fundas permitirán que tumben al sagrado anfitrión. 

Como perro no come perro, el goterero-samaritano respeta la mesa donde hay un colega haciendo de las suyas. O sea, de las mismas. Nobleza y ética etílicas obligan. 

Son actores consumados a la hora de brindar. Parecen los inventores del estribillo: «Dulce licor, dulce tormento, que haces ahí, echa pa’entro». 

Cuando empieza la procesión de pasabocas pasan dizque para no dañar los tragos. Además, es de mal agüero y de pésima educación mostrar ganas. A veces conviene comer sobrebarriga y eructar pavo. Son otras reglas del oficio. 

Pero cuando recuerdan que en casa los espera aguapanela, huérfana de pan, reculan, y empiezan a desocupar bandejas.  

Con habilidad de prestidigitador, en un dos por tres sus desnutridos bolsillos, antes vacíos, llenos de nada, empiezan a sentir el dulce peso de una papita, una empanada, un trozo de carne, un pedazo de algo que fue pollo, res o pez en su última encarnación. 

Como la cigarra de la fábula, guardan comida para el invierno que puede ser al día siguiente, cuando la vida los llame de nuevo a lista después de despachar ese fugaz simulacro de muerte con lagañas que es el sueño. 

Halagan o se enojan. Lo que haya qué hacer. Se acomodan al talante del dueño de la parranda. Si hay necesidad de ponerle el pecho a la brisa y posar de duros para atender las exigencias de alguna bronca, gritan duro cuando se insinúa el entrevero. 

Pero son los primeros en escurrir el bulto si la movida se pone color de hormiga. Su sagrada divisa – que es también su epitafio- es contundente: es mejor que digan aquí corrió y no aquí murió. 

El buen goterero saca tiempo para lamentar cuando va al baño a aligerar el riñón, que haya anfitriones tan avaros que no incluyan alka-seltzer en el menú.  

                Ahora, el que esté libre del pecado de gotereo que arroje la primera copa.  (Sospecho que esta nota me quedó excesivamente autobiográfica). 

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