Por Oscar Domínguez Giraldo
Cuando voy al Jardín Botánico de Bogotá se activa un caprichoso GPS que me conduce al mismo recoveco: el sitio, entrando a mano izquierda, donde me espera mi doble, una silla de cemento.
Siempre que paso por Bogotá le hago visita de médico. Me reconoce. Nos entendemos porque ambos tenemos superávit de almanaques, acusamos fatiga de metal.
Nos saludamos como viejos camaradas: ¿Qué tal todos en casa?, ¿y el gato?, ¿cómo marcha la próstata?, ¿cambiaste de enemigos?
Lo nuestro fue otro caso de amor a primera vista. Desde que la ví la considero mi alma gemela, mi media naranja. Somos la mascota del otro.
Tiene respuestas para todas mis preguntas. Tan pronto ve aparecer esta cara, dice, con mirada de siquiatra: ¡Otra vez este locato por acá!
Tengo fotos y óleo de la silla. Cuelga donde antes estaría el Corazón de Jesús. Es una especie de ángel de la guarda profano.
Repasamos el poema de Rogelio Echavarría “La mesa de los jubilados”.
En la mesa de los jubilados,
– unos dicen adiós, otros hasta luego-
siempre hay un sitio para alguien más.
Corren sus sillas para abrir campo al que llega
Con la misma estrecha asignación.
Aunque no aceptaríamos ser integrantes de un club que nos acepte entre sus miembros (gracias, Groucho Marx), nos sentimos de la cofradía.
Tan pronto nos vemos, nos contamos arrugas, pategallinas, le pasamos revista al código de barras. Se ríe de los que usamos mostacho para ocultar ese código. Es como tapar el sol con el meñique, notifica desde su incierta sonrisa de Monalisa bogotana.
Como los guachimanes sospechan que me encantaría robarme esa silla me hunden la mirada en la nuca.
Cuando mi estado anímico está a la altura del betún, pienso en la silla y quedo cero kilómetros. Es como si me hubiera engullido tres veces el salmo 23. O algún soneto de Quevedo. O dos siquiatras.
La silla se burla sin piedad de los soñadores que arrojamos monedas a un estanque cercano para convocar la buena suerte. (La suerte consiste en creer que uno tiene suerte, me recuerda citando a algún pragmático).
Me da licencia para visitar otros climas. Por ejemplo, donde nacen y mueren las rosas que hacen todo para no perder su esplendor ante pavos reales que desfilan por ahí.
“Mi” silla es una especie de palimsesto de caderas que se sientan a manera de despedida definitiva. ¿Despedida de qué? “De los días que unos tras otros son la vida”. (Como es la primera vez en todas mis vidas que utilizo el voquible palimsesto, espero haber acertado).
Como en el verso de Robledo Ortiz, siempre nos separamos como dos extraños cuando toda la sangre nos une. (Crónica pasada por el quirófano para ajustes varios. Publicada originalmente en El Tiempo).