Por Oscar Domínguez Giraldo
Las mariamulatas son aves que vuelan todas de negro hasta las
plumas vestidas. Se desplazan siempre elegantes, listas para concurrir a un
matrimonio o a un entierro, ceremonias en las que rige el luto.
Mientras llega la rectificación, aventuremos que son originarias
del África. Algún día se echaron encima el color de ese continente y
viajaron a lomo de mar en calidad de ángeles de la guarda de los
esclavos que hicieron santo a Pedro Claver.
Se les endulza el oído cuando se las llama por su
nombre científico: Quiscalus mexicanus. Se dan por aludidas
cuando les dicen zanates, en México; clarineros, en Guatemala;
changamés, en Panamá; galandras, en Venezuela, o changos, en Ecuador.
Desde el pent house de su arrogancia apenas voltean a mirar en las costas del Atlántico o del Pacífico colombiano, cuando turistas estresados (=cachacos) o lugareños de pelo quieto les gritan: mariamulatas, nombre tomado de una vendedora de alegrías (especie de golosinas) en las playas de Cartagena.
Aceptan el mar porque les sirve de jacuzzi para bañar su fiereza.
También porque lo utilizan como restaurante estrato seis del
cual toman parte de la dieta que consumen para mantener afilada su bravura. También las he visto pavoneándose a la orilla de un rio.
Admiten el mar porque les sirve de remota escenografía a su
vuelo. Pero no le rinden pleitesía. La genuflexión no es su fuerte.
Tienen mejores relaciones con su hábitat natural, el cielo. Para
ellas, el mar no es más que un prosaico aguacero acostado.
Siempre es de noche en el sitio donde se posa una mariamulata.
Son las tres de la mañana en el espacio que ocupan cuando vuelan.
Esto las hace sentirse únicas. Vanidad, mariamulata te llamaría.
Aceptaron un remoto parentesco con el cuervo sólo después de enterarse de que este tenía poeta propio: Edgar Allan Poe.
Cualquier día, las mariamulatas, como por arte de magia, sacaron de su sombrero su propio pintor: el maestro Grau, su certero biógrafo con pincel.
Grau las inmortalizó en el libro que editaron en Colombia los pudientes del
Banco de la República. El Sindicato Nacional de Mariamulatas está negociando un pliego de condiciones para aparecer en billetes de futuras denominaciones. Las actuales cantidades no riman con su imponencia.
Están pensando cobrar peaje visual a cada transeúnte que ponga sus ojos en ellas. Tarifa doble para quienes quieran posar con su vanidad para la foto.
Un hiperbólico taxista cartagenero – y perdón por la redundancia – me aseguró, subiendo al cerro de la Popa, que a medida que van envejeciendo, en vez de peinar canas como los mortales, su plumaje se torna más negro.
Cuando las conocí en Cartagena, me dio la sensación de que les gustaría cantar. Supe que algunas empezaron a asistir a clases donde la fonoaudióloga de la playa para que les enseñe las primeras melodías.
Si cuando andan solitarias viven de su propia arrogancia, en manada son oportunistas y agresivas. ¡Ay del que se acerque demasiado a los nidos fabricados por estas arquitectas de su propia noche!
Son tan bravas las mariamulatas que impusieron el género femenino. En singular y en plural, sólo admiten que se hable de la, o de las maríamulatas. Nada de maríamulatos. Llevaron la liberación femenina al aire.
Para no parecerse a los machos, las hembras llevan el iris amarillo
más mate, son más pequeñas y tienen la cola negra más corta y menos en forma de quilla que su oposición masculina.
Cuando al macho, de ojos prestados al águila, se le alborota la
libido inventa rituales especiales. Es su forma de arrastrarles
el ala, de insinuar una canita al aire en un motel entre las nubes.
Tal vez pensando en ellas escribió Tagore: «El pájaro quisiera
ser nube; la nube, pájaro». Pero no. Definitivamente, las mariamulatas no le jalan a este cambalache de pájaro por nube. No quieren salir perdiendo.
Podrían terminar sacrificando su furiosa libertad para convertirse en un cúmulus nimbus. Dicho de otra forma: las mariamulatas sólo aceptan a libertad por jaula.