Persona sincera

San Jerónimo, Antioquia. Foto CARACOL

Por Carlos Alberto Ospina M.

Como ahora que cae agua de las nubes con sabor a inquina y unos cuantos dejan a un lado la condición de abrigar dolor por el otro, sin aviso, la desgracia tiene el poder de arremangar los sentidos y mostrar la estrechez mental de andar a la brega en busca de las cosas fugaces. 

No se pude explicar con palabras la conmoción que causa la ausencia de un ser querido. En este momento que llueven lágrimas en el horizonte que, tocan en partes iguales a la humanidad, algunos valoramos la ausencia de los adelantados con igual sorpresa e impacto representado en el sollozo de mi mamá: “¡Hijo, y yo que le iba a mandar las naranjas agrias!”.

A mediados de la década del 70, una joven mujer de 35 años de edad con ocho hijos a cuestas y un costal de cabuya atiborrado de objetos y antojos, abordaba el camión de escalera en dirección a San Jerónimo-Antioquia.  En aquella época para llegar al municipio localizado en el occidente del departamento había que padecer interminables curvas, madrazos, salpicaduras de profusos vómitos y el cambio obligado del color del pelo por la cantidad de polvo que, también, rayaba el esmalte de los dientes.

La patota, al decir de mi padre, celebraba el sobrepaso de cada uno de los cinco puentes desde el Alto de Boquerón hasta cruzar el río Aurra. Nuestro origen Jeronimita o Sanjeronimeño se remonta al siglo XVII en el período que la localidad se llamaba San Jerónimo de los Cedros. 

Después de más de dos horas de tortuoso viaje atravesando la llamada carretera al mar, echar pie a tierra aliviaba las náuseas y agitaba el palpitar del corazón. A un lado de la destartalada vía, un hombre de 1,78 centímetros de estatura, tez trigueña, delgado, vestido con pantalón de dril color castaño, sombrero y camisa blanca seguía atento el recorrido de la chiva. Los tres toques de la estruendosa corneta y el rechinar de los frenos de aire acompasaban los brazos de cedro dulce de aquel varón que cargaba, uno a uno, a los ocho nietos. “Mija, ¿cómo les fue? ¿Le faltó alguna cosita por traer?”, en tono paisa y a manera de celebración, señalaba el abuelo.

“Levántense a orinar y lávense la cara. En la cocina está la aguapanela caliente”. En las vacaciones a las 4:30 a.m. el abuelo nos apuraba a realizar las labores del campo. Él nos enseñó a capear la estación y a saber la hora con exactitud mirando la ubicación del sol; quizá, por eso, no uso reloj. Nos enseñó a cuidar el ecosistema y a comprender la importancia de los ciclos de la luna para la siembra de semillas y la poda de los cultivos. Cristóbal hizo gala de la tradición oral de contar las leyendas y poner el toque de atención en los supuestos espectros que rondaban en la oscuridad. Gracias a él, las noches eran pura guachafita.

En aquel lapso maravilloso de la infancia conocí un personaje tan cristalino que nunca manchó su presencia con nada diferente a la bondad y el cariño espontáneo. Siempre dispuesta a decir frases gratas y a saludar con el inigualable: “ole, ¿qué haces por acá en el pueblo?, ¿bajaron todos?, vení y te tomas este guandolo que está haciendo mucho calor; ¡ombe, Carlos, vos y Sergio sí son muy charros!”, haciendo referencia a nuestras travesuras el día de la celebración de sus ochenta años de su nacimiento. Con el sello personal y su tono pausado e inconfundible, así recitaba los pensamientos cargados de amor que subrayaba con la mirada radiante y los ojitos rasgados de contento.

La moderación, el bien hablar, la sonrisa dispuesta, la pulcritud del gesto y el caminar tongoneado solo se comparan con el matiz de su naturaleza noble de espíritu. Por eso, ella fue la hermana de vida de mi madre, la tía afable que dio más de lo que tenía, y la madre valerosa que nunca se cansó de luchar por sus ocho hijos y decena de nietos. Ambas comadres tuvieron familias numerosas y un afecto mutuo que superó el espacio. 

La señora que iluminó nuestra existencia se marchó la madrugada que se fue la luz en la parroquia. Sin saldos pendientes ni arrepentimientos hoy el pueblo, San Jerónimo, hizo sonar las campanas a semejanza de canto y de música en honor de Imelda. La persona sincera, buena gente y la matrona cuya virtud trascendió la estampa terrenal. ¡Ella hizo todo a tiempo!

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