Editorial
Alemania no va bien. Su economía, considerada como el motor europeo, se contrajo el pasado año un 0,3% y carece de perspectivas claras para el actual. Son grandes las dificultades de coordinación entre socialdemócratas, verdes y liberales, las tres fuerzas que componen el Gobierno de coalición bajo el liderazgo impopular y débil del canciller Olaf Scholz.
Pesan las dificultades originadas por la guerra de Ucrania, especialmente en el suministro y precio de la energía, antaño dependiente de Rusia. Además, una sentencia del Tribunal Constitucional ha anulado un capítulo del presupuesto originalmente destinado a la recuperación de la covid, pero dedicado por el Gobierno a las subvenciones al gasóleo, lo que ha dado como resultado las protestas masivas de los agricultores en las calles y en las carreteras. Para postre, han alarmado a la opinión pública las revelaciones sobre una reunión de destacados políticos del partido Alternativa para Alemania (AfD) con militantes neonazis para organizar una estrategia llamada de remigración, grotesco eufemismo para hablar de la deportación masiva de inmigrantes.
En un contexto de noticias tan malas, la formación de extrema derecha no cesa de crecer en las encuestas y se sitúa ya como segunda fuerza por delante de los socialdemócratas. Aumentan sus expectativas electorales en los comicios que se celebrarán después del verano en los Estados federados de Sajonia, Turingia y Brandeburgo, donde puede obtener la mayoría parlamentaria.
Pero su mayor éxito ya lo ha conseguido con la polarización política en torno a la inmigración, convertida en su eficaz espantajo populista bajo el concepto manipulador de la gran sustitución, la teoría racista que atribuye los actuales desplazamientos de población hacia Europa a una conspiración nacida con el objeto de convertir el continente en islámico y mestizo. En Alemania, como en toda Europa, el impacto del ideario de la extrema derecha percute sobre todos los partidos. Berlín, de hecho, ha endurecido ya su legislación sobre extranjería, al igual que han hecho otros países, Francia entre ellos. Además, ha aparecido un partido de extrema izquierda caracterizado por su rechazo a la inmigración y una fracción a la derecha de la derecha que levanta las líneas rojas para pactar con AfD.
Al mismo tiempo, sin embargo, la opinión pública ha empezado a reaccionar, como ha podido verse en las masivas manifestaciones contra la ultraderecha que desfilaron por las mayores ciudades germanas el pasado fin de semana. Sobre los presentes temores de la ciudadanía se proyecta la lúgubre sombra de la Alemania nazi, cuando Hitler alcanzó la Cancillería después de ganar las elecciones, de forma que ya han surgido voces en favor de la ilegalización de las formaciones ultras. No es extraño que la reunión secreta dedicada a organizar la expulsión de inmigrantes evoque la criminal Conferencia de Wannsee, en la que los jerarcas nazis dieron luz verde a la que llamaron la “solución final al problema judío”.
Alemania, y con ella toda Europa, atraviesa un momento delicado que no se frena con fórmulas polarizadoras o reacciones histéricas; tampoco con propuestas miméticas tomadas de la agenda ideológica de la propia extrema derecha. Más útil es, en cambio, una reacción ciudadana sin estridencias ni alarmismos y, sobre todo, buenas políticas capaces de ampliar los consensos en lugar de alimentar a los extremos. Tratándose de la inmigración, concretamente, es imprescindible que una mirada racional, pragmática y atenta a los derechos humanos sustituya a los mitos, fobias y temores propagados por el populismo nacionalista.