Lunes del ajedrez: Carta a un fugaz juez del ajedrez

Pascual Gaviria. Foto El Espectador

Por Óscar Domínguez Giraldo

El periodista Pascual Gaviria acaba de tirar la toalla como activista del programa radial La Luciérnaga, de Caracol, en el cual trabajó diez años. 

Eso de vivir la vida segundo a segundo, como les sucede a todos los que hacen radio, es tan demoledor como los oficios de ama de casa, reportero, millonario y mendigo juntos. Lo dice este pecho que se inició en la radio. 

Esto escribió Gaviria en su cuenta de Twitter: “Después de años en la cabina, de tanto goce y tanto moler noticias, de pasar el jarabe de nuestros infortunios con el dulce del humor, después de sumar el equivalente a 306 días continuos al aire, hoy será mi último día en el programa”. 

Sus fans de todos los pelambres, incluidos los habituales del Parque del periodista, de Medellín, sede del periódico Universo Centro, agotaron las existencias de clínex cuando supieron la mala nueva. 

Feliz Pascu, como le dicen sus fans, que no tendrá que reírse dos horas a toda hora de cuanto chiste bueno, regular o malo sale al aire en el imaginativo espacio. Pero el formato obliga a la risa como en esas comedias de televisión que incluyen risas grabadas. En La Luciérnaga las risas son de carne y hueso. 

Pero tranquilo pueblo que hay Pascual para rato: Después de broncearse al sol este fin de año con su familia que apenas lo ve,  al hermano de Alejandro, rector de la universidad de Los Andes, lo encontrarán entre 10 de la mañana y las 12 del día en la Caracol en dueto con Vannesa de la Torre. 

También estará disponible en su columna de El Espectador y en Universo Centro, periódico mensual del cual es editor, y donde escribe crónicas para quitarse el sombrero. Universo remplazó a La Hoja de Héctor Rincón y Ana María Cano, que seguimos extrañando sus devotos, clínex en mano. 

El abogado Gaviria que no es ducho en incisos ni en prescripciones, tampoco en conseguir casa por cárcel para clientes malandros, loado sea Alá, hace años escribió para la revista Soho una crónica sobre su experiencia como fugaz  árbitro de ajedrez.  

Como incurrió en un pequeño lapsus le escribí unas líneas: 

Hombre Pascual, salud. 

Te escribo en mi condición de excampeón de ajedrez de Envigado y de segundo mejor tercer (¿¡) tablero en unos juegos universitarios en  Barranquilla, cuando yo dizque estudiaba periodismo en  la U. de A., “invicta en su fecundidad”. 

También extiendo el beneplácito que verás más adelante, desde mi condición de activista del Club de Ajedrez Maracaibo, ahí no más, en Medellín. En el Maracaibo quedaron muchas clases de química, física y trigonometría que debía recibir en el Colombiano de Educación, de don Nicolás Gaviria. Con razón todavía debo esas tres materias del bachillerato. 

Hago valer, además, mi condición de visitante asiduo del Metropol, de don Herbert, el alemán abuelo de Aura Cristina Geithner, y espero haber escrito bien el apellido. Herr  Herbert, sospecho, jugaba ajedrez, más como pretexto para fumar y fumar Lucky Strike, que para darle mate a algún parroquiano. Jugaba con la seguridad y la prepotencia que le daba su condición de dueño del establecimiento adonde iban los nadaístas a “épater” burgueses. Movía las piezas con cara de propietario y eso amedrenta al más berraco. Al fondo, se oía el tas- tas de las bolas de pillar, la música de cámara del ajedrez. 

Para elogiar muy brevemente tu crónica en Soho con conocimiento de causa, confieso que he vivido pero, sobre todo, que he sido pato y perro del ajedrez en esos y en otros sitios que no menciono para que este ladrillo no sea muy extenso. 

Pato – y eso no lo sabe la Academia de la luenga Lengua- es el que consume parte del tiempo que le sobra – o le falta- como ser vivo, para atisbar mates ajenos. El perro del ajedrez es el sujeto, generalmente con el almuerzo embolatado, pero con cierta destreza para el juego. O al menos con la suficiente para desplumar aficionados que van a apostar algunos pesos. Pierden plata pero ganan en conocimientos. Perder es ganar, definitivamente. El hípico Maturana tiene razón. 

Para decirte que saliste bien librado de la crónica “en comento”, no puedo olvidar que les he seguido el rastro a los personajes de García Márquez que juegan ajedrez en sus libros. Incluido el suicida de Saint-Amour y el propio Gabo quien confiesa en su autobiografía que su primer triunfo literario lo obtuvo gracias al …. ajedrez. Y no te cuento más porque me chiveo. 

No sólo escribo sobre ajedrez sino que colecciono escritos alusivos como los sonetos de Borges, que citas en tu crónica en la que nos cuentas que fuiste fugaz árbitro, uno de los oficios que pienso realizar antes de que me toque desocupar el amarradero (“y el día esté lejano”). 

Conozco la novela de Nabokov “quien movía con suficiencia”, según cuentas. No sabía del gusto de Eistein y de Stalin por el juego de los trebejos.  

Sin necesidad de que te gastes conmigo parte del billete que te pagaron en Soho por la crónica,  te recomiendo lo mejor que se ha escrito en ajedrez, según mi gusto: “El jugador de ajedrez”, de Stefan Zweig. No te pierdas de darte ese regalo. También métele el diente al perfil de Cabrera Infante, sobre Capablanca, a quien también traes a cuento. Lo encuentras en su libro “Vidas para leerlas” que tus cómplices de la librería Palinuro deben tener por ahí.  

¿Con qué más te chicaneo, hombre Pascual? Antes de seguir, diría que solo metiste las quimbas cuando hablas de “jaque pastor”. Hasta donde sé, se habla de mate pastor. Pilas, pelao, que no se repita, pacero. 

Ah, debo chicaniarte también con que en mi hoja de vida se puede leer: perdió contra el ex campeón mundial de ajedrez Boris Spassky. Podría agregar que el ruso que se separó de su primera esposa porque “éramos alfiles de distinto color”, necesitó 28 jugadas para mandarme a la ducha. Lo que no suelo contar es que el caballero jugó contra otros 30 tableros, en unas simultáneas durante una de sus visitas a Bogotá. Contar el detalle de las simultáneas me puede restar puntos. 

Por si lo anterior no fuera suficiente, te informo que no solo tengo el autógrafo de Spassky en el libro con las partidas del match que perdió contra Fischer, el bombardero de Brooklin. Tengo repetido, por si me roban uno, el autógrafo de Garry Kasparov, el hombre que a todos partes va con su complejo de Edipo, su madre, doña Klara. Y con su almohada. (Doña Klara acaba de fallecer en Moscú a los 83 años víctima del COVID-19. Su hijo no pudo asistir a las exequias porque corre el albur de que lo enguandoquen. Este el tuit que escribió: “Con gran pesar comparto la noticia de la muerte de mi madre, Klara Shagenovna Kaspárova. Mi modelo de conducta, mi más grande campeona, mi sabia consejera y la persona más fuerte que jamás conoceré. Te quiero, Mama”. 

Por discreción con el armenio, no he contado públicamente que el hombre suspendió las simultáneas que tenía programadas en Bogotá cuando se enteró de que entre sus antagonistas tendría a este negro nacido en Montebello. Me escurrió el bulto, en una palabra. Le dio cutupeto,  otro de los nombres del culillo, del miedo. 

En fin, ya que nadie me lo solicita, doy fe de que disfruté en canti y que no encontré sustanciales “equivoquidos” en la crónica que escribiste para la revista que dirige el Hugh Hefner de Chapinero, el pelao Daniel Samper. (Estas líneas pasaron por latonería y pintura. Fue publicada originalmente en El Colombiano).

Adiosito, OdomínguezG 

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