Enrique Santos Calderón
“El hampa aplaudiendo a los jueces”, se titula una nota reciente del editor judicial de El Tiempo, JhonTorres, sobre esa indignante imagen televisada de una veintena de peligrosos criminales dedicados al fleteo, extorsión y homicidio en Bogotá, celebrando entre aplausos y risotadas la decisión de un juez de garantías que ordenó ponerlos en libertad por vencimiento de los términos para legalizar su captura.
Nada raro en este país de leyes donde la persistente desconexión entre normas legales y prioridades sociales ilustra los desbarajustes del sistema judicial. Pero más allá del juicio de responsabilidades, o de la discusión sobre qué persona o entidad fue la responsable de este descalabro (que debería saberse), pienso en sus repercusiones sobre la autoridad que más lo resiente. Pienso en el golpe sicológico y moral que significa para la Policía Nacional, que invirtió ocho meses y cuantiosos recursos en una cuidadosa operación para desarticular a una banda que aterrorizaba a varias localidades de la capital. Y en lo que esto le transmite a una ciudadanía que ha sufrido los abusos de estos criminales, que ahora podrían regresar a lo mismo.
Las liberaciones por vencimiento de términos pegan muy duro porque no son por falta de pruebas o por errores en el procedimiento policial, sino por fallas elementales y con frecuencia absurdas de la justicia. La menor falla formal da lugar a la excarcelación del peor criminal. El periodista Torres dice que en este caso “una vez más el sistema judicial funcionó perfectamente para proteger los derechos de los delincuentes pero fracasó estruendosamente a la hora de defender los de las víctimas de estas bandas”. Frase dura pero certera de la que destaco lo de “a la hora de”. Porque son 36 horas —y ni una más— las que tiene la justicia para legalizar las capturas. Jueces o fiscales no fueron capaces de coordinarse y es así como el tenebroso “rey del fleteo” en Bogotá y sus compinches volverán a pasearse por las calles.
Hechos como estos alimentan en la mente ciudadana la sensación de que cada vez que se captura a un delincuente algún juez o fiscal lo suelta, lo que va destruyendo toda confianza en la justicia del Estado y abonando el terreno para aplicarla por mano propia, con las consecuencias conocidas. Ponen de presente falencias del sistema penal acusatorio que en 2006 Colombia trasplantó de Estados Unidos, de manera improvisada y malentendida según algunos juristas. “Sistema aplazatorio” lo llama el penalista Gómez Méndez por la táctica de abogados, y a veces jueces, de ir aplazando y dilatando citaciones hasta que se vencen los términos. Casos se ven todos los días.
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A pesar de los defectos que hoy acusa, la creación de la Fiscalía en 1992 fue un gran avance, así como la de un sistema garantista donde la gente se pueda defender en libertad. Pero ya es hora de revisar a fondo las muchas grietas que han aparecido y de llenar los huecos del sistema penal vigente, que no son pocos. Y a propósito, ¿en qué va la reforma judicial?
La de la salud es otra reforma que se necesita pero sigue estancada en el Congreso. Puede enredarse aún más tras el voto castigo que recibió el Gobierno en las pasadas elecciones regionales. Existe la esperanza de que la reunión de este miércoles de Petro con Álvaro Uribe podría allanar el camino pero depende de la flexibilidad y realismo de las partes. Sobre todo, me parece, del Gobierno, que debe reconsiderar “inamovibles” como el de suprimir del todo las EPS. Y abandonar la loca idea de brincarse la regla fiscal para concentrarse más bien en la ejecución presupuestal de este año. Hay que celebrar que oposición y Gobierno tomen tinto en Palacio, pero más importante es que se vea un real ánimo de concertación y tantico espíritu autocrítico de lado y lado. Para avanzar en la evacuación de una agenda a la que se le está agotando el tiempo. Solo quedan tres semanas de este periodo legislativo y hay mucho proyecto acumulado. El palo no está para cucharas ni la situación económica para improvisaciones.
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Grande y glorioso el doblete de Lucho Díaz en el triunfo frente a Brasil en el Metropolitano de Barranquilla. Pero denigrante e innoble el abucheo que sufrió la hija de 15 años de Petro, que la llevó a abandonar el estadio en compañía de su mamá. Guardadas las diferencias de tiempo, lugar y circunstancia, me hizo pensar en la tremenda rechifla que recibió en 1956 la hija del presidente-general Rojas Pinilla en la plaza de toros de la Santamaría en Bogotá.
María Eugenia Rojas no abandonó la plaza y al domingo siguiente regresó. Pero cuando comenzó la silbatina, esbirros de la dictadura infiltrados entre el público la emprendieron a golpes de manopla y garrote contra quienes no vivaran al gobierno. Fue una represalia salvaje y sangrienta contra la siempre irreverente afición taurina de la Santamaría. Hubo muchos muertos pero nunca se supo cuántos pues ya regia la censura de prensa.
Algo va, en fin, de la bronca que padeció Antonella Petro por su papá a la que le tocó a María Eugenia Rojas por el suyo. Y una cosa es un presidente que califica de “cobardes” a quienes abuchearon a su hija y otra el que urde feroz represalia contra los que lo vuelvan a hacer. Las cosas como son.