Daniel Samper Pizano
Recién casada en París con el prestigioso profesor de química Pierre Curie, alguien preguntó a María Sklodowska, joven científica polaca:
—¿Cómo hace uno para casarse con un genio?
—No sabría decirle –respondió ella—. Pregúntele a mi marido.
Marie Curie, como pasó a llamarse al adoptar el apellido del esposo, no era mujer de muchas palabras: solo las indispensables. Había inmigrado de Varsovia a Francia en 1891, cuando tenía 24 años, y pasado un tiempo no solo despertaba la admiración de sus profesores, sino que accedía a casarse con el más notable de ellos. Muy pronto, sin embargo, demostró que, pese a ser muy ilustre el doctor Curie, ella mandaba en el laboratorio. Formaron una dupla que cambió la historia de la ciencia gracias al bautizo de la radiactividad y el descubrimiento de dos nuevos elementos químicos: el polonio y el radio. Marie ganó dos premios Nobel, el de Física en 1903 y el de Química en 1911, y fue la primera profesora de cátedra de la venerable Universidad de la Sorbona, fundada en 1257.
Seguramente no hay otra figura femenina tan trascendental como ella en el mundo de la ciencia. Es símbolo de sabiduría y de muchos otros valores: la mujer que exige igualdad de derechos; la que se enfrenta y vence las discriminaciones; la inmigrante combativa; la patriota que asume responsabilidades (durante la I Guerra Mundial montó un servicio móvil de rayos X en una ambulancia que ella misma conducía); la que exige respeto a su libertad sexual: la Academia Sueca fracasó en su intento de evitar que acudiera a la ceremonia de su segundo Nobel so pretexto de que, ya viuda, tenía un amante casado….
El próximo 4 de julio se cumplen noventa años de la muerte de la doctora Curie. Sin embargo, su lucha continúa. Esta vez se refleja en una decisión del antiguo Instituto de Radio de París, que, apoyado por la alcaldía, pretende demoler una de las tres casonas (pavillons) donde los Curie y sus alumnos demostraron que existía una rama ignota de la ciencia capaz de dar o quitar la vida: la radiactividad. Gracias a las irradiaciones que capturaron Marie y su equipo nació una nueva arma contra el cáncer. Lamentablemente, fue también causa de la anemia aplásica que la condujo a la muerte en 1934.
Los Curie trabajaron en el quinto distrito del barrio Latino de París, no lejos del monumental Panteón que aloja los restos de Marie, de Pierre y de otros ochenta ciudadanos egregios. A pocas cuadras se levanta el hotel perrata donde se alojó García Márquez en tiempos de pobreza. Las tres construcciones ocupan un rincón equivalente a tres campos de fútbol en la ciudadela urbana de la ciencia. El llamado Pavillon Curie, hoy museo, era sede del laboratorio, los equipos e instrumentos para las pruebas. El Pavillon Pasteur ofrecía servicios de terapia radiactiva a los enfermos. Y el Pavillon des Sources, o Casona de las Fuentes, recibía cargamentos de material radiactivo primigenio (pecblenda o uranita) del que los Curie extraían, mediante delicados y dispendiosos procedimientos, microdosis de nuevos metales muchísimo más poderosos que el uranio o el torio. Un gramo de radio o polonio exigía la remoción y transporte de cientos de toneladas de pedruscos de pecblenda procedentes de las minas de Jachymov (República Checa). Pero había más que depósitos en esta construcción art decó. Fotografías de 1922 revelan que en el sótano operaba una red de maquinaria y tubería.
La recolección y almacenamiento del material sucio son menos glamurosos que el laboratorio. Sin embargo, como afirman expertos e historiadores, sin este espacio polvoriento y contaminado habría sido imposible el proceso que realizó Madame Curie.
Por eso mismo parece increíble que una ciudad como París, tan preocupada por su legendaria imagen, aspire a derribar calladamente la memorable casona para apretar allí un centro de química biológica contra el cáncer. Los planos y maquetas muestran un edificio de cinco pisos embutido en la ciudadela cual enorme caja de bocadillos, que emborrona el histórico monumento y se cuela en el paisaje urbano del barrio con la discreción de un cagajón de vaca en un banquete nupcial.
Hace cuatro años visité largamente los viejos predios de los Curie. Recopilaba material para una biografía de la fascinante polaca (Ver Insólitas Parejas, Aguilar, Bogotá, 2019) y me auxiliaron de manera cordial quienes velan por la tradición de los grandes científicos que allí han trabajado, entre ellos una hija y un yerno de los Curie que ganaron otro premio Nobel en 1935. No me cabe en la cabeza que este plácido rincón, casi un altar, que conserva los árboles sembrados por misiá Marie y los balcones a los que se asomaba, esté amenazado por las máquinas demoledoras.
Lo más absurdo es que el Instituto, por ahorrarse la compra de un terreno, apoye el imperdonable estropicio. No faltan, naturalmente, los concejales oportunistas que exigen “abrir paso al progreso”, como ocurrió con las murallas de Cartagena, víctimas irreparables de martillos y picas, y con el convento colonial de Santo Domingo, que cayó para que se alzara ese príncipe de los esperpentos bogotanos que es el edificio Murillo Toro.
El lunes pasado deberían haber comenzado la descontaminación y el derribo de la Casona de las Fuentes. Afortunadamente, un líder cívico de la ciudad, Baptiste Gianeselli, dio el grito de alarma. Los especialistas protestaron, los periodistas demostraron, entre otras cosas, que los partidarios de la demolición utilizaban argumentos mentirosos, y el presidente Emmanuel Macron intervino y mandó a parar.
La polémica aumenta. Ya no atañe solo a parisinos y franceses. Ellos mismos se han esmerado en promover la figura universal de la señora Curie, emblema de la soberanía y las capacidades de la mujer. Los habitantes de este planeta ingrato tenemos derecho a participar en el debate y exigir que se respeten los símbolos de una historia que, al final, nos pertenece a todos.