LA POESIA MARCA CON EL 8
(Publicada en El Tiempo)
Por Óscar Domínguez Giraldo
Al poeta Eduardo Escobar
Rompiéndole el pescuezo al cisne de la edad, tus primeros ochenta años son la vejez de tu juventud y la juventud de tu vejez (Victor Hugo lo decía hablando de los cincuenta).
Viniste a sorprender con tu vida, obra y excesos. Vives en contravía, a la enemiga, como predicaba tu gurú, el Brujo de Otraparte, Fernando González, tu paisano, quien les inspiró el nadaísmo al que perteneces y enalteces desde riiiiiing. También lo has vivido y padecido desde ring side.
Felicitaciones de este lector que piensa que una metáfora tuya puede justificar la suscripción de El Tiempo de un año. No les haces perder el tiempo a tus lectores. Nadie se queda indiferente después de leerte. No en vano te gusta celebrar tus cumpleaños trabajando. Escribes como si el mundo se fuera a acabar dentro de diez minutos.
Como diría doña Elisa Puerta, tu prolífica mami, sigue así que vas muy bien con tu talento literario que daría de sobra para que estuvieras “tuquio” de premios. Y transportando el vil metal en prosaicos carros de Thomas de la Rue. Felizmente, la poesía te ha permitido la libertad de la pobreza. Dices.
Pobres los premios que no se han ganado un Eduardo. A lo mejor, los jurados creen que ya te los adjudicaron, como le pasó a Borges con su Nobel. (Circula la sospecha de que un perverso perfil tuyo contra el divino Borges te mereció un Ivonne Nicholls de periodismo. El azar, tu colega poeta de cuatro letras, también se da sus licencias).
Me alegra que ennietezcas por cuenta de un verso llamado María José Escobar quien finalmente no pudo estar en la fiesta de los ochenta en tu refugio de solitario en san Francisco, Cundinamarca. La verdadera reencarnación está en los nietos. Dicen.
En el rubro de los nietos te derroto 4-1. En matrimonios hechos y descuadernados me goleas 5-0. En hijos me ganas 4-2. Al fin y al cabo eres prolífico envigadeño. (Con tu inmodestia habitual te preguntas qué sería de la literatura sin Homero, y de Envigado y de la poesía sin Mario Rivero y sin ti que has parido decenas de libros, el último, “Escritos en contravía”, editado por Intermedio).
Adiosito, y hasta que la vida nos vuelva a encontrar como se despiden los quechuas.od
CUESTIONARIO EDUARDO ESCOBAR (cuando cumplió 70 años)
– ¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de niño en su Envigado natal?
– Me acuerdo primero que todo del día de mi nacimiento. Un lamparazo de luz encarnada. Y me acuerdo también cómo, muchos días más tarde, seiscientos o setecientos, quizás, caí en mí, desde los zarzos de la inconsciencia original, separado del paisaje, mientras trataba de mecerme en el pedal de una máquina de escribir Singer, en una casa de pisos de ladrillos de un rojo desgastado. Y nada se sorprendió en mí, de mí.
– ¿Por qué habla mal de papacito y mamacita como en su casa les decían a don Germán y a doña Elisa?
– ¿Le ha pasado algo que le cambió la vida?
– Una sola cosa, que además solo sé de oídas: me dijeron que nací el 20 de diciembre de 1943. Eso fue decisivo para mí, supongo. Después, todo ha ido a tumbos, pero como dijo otro mientras caía del décimo piso, todo bien por ahora.
– ¿Como en el tango de Gardel, 70 años no son nada?
– Los setenta años le llegan a todo el mundo con un poco de suerte. Yo llegué a los míos sin darme mucha cuenta, salvado de mis propios desórdenes. Y escribiendo que fue a lo que mandaron aquí. No me pregunte quiénes. Y además me regalé un libro, Cuando nada concuerda. Una serie de ensayos sobre mi vida de lector a partir de mi encuentro con los nadaístas. A propósito: está a punto de agotarse.
– ¿Está de acuerdo con lo que dice el español, Julio Camba: septuagenario, palabra terrible tanto por su forma como por su contenido?
– Ese Camba es un desagradecido. Toda edad es un don. Muchos se quedan haciendo caras a nuestras espaldas, antes de aprender a saber a qué sabe esto, como dijo un poeta amigo mío, lógico como un tornillo.
– ¿Siente nostalgia de haber abandonado el 69? (Me refiero a ese año, claro)
– La nostalgia es una perdedera de tiempo, hombre. Y nunca fui una estrella para las matemáticas.
– – ¿Con qué amigo o amiga de infancia le gustaría reencontrarse?
– Yo no tuve amigos en la infancia. Fui un perfecto solitario casi siempre. A veces me les acercaba a los otros niños de mi edad, pero siempre me parecieron demasiado vulgares, crueles y tontos, lo cual me convirtió en un lector precoz. Estrené el corazón en los afectos cuando ya estaba crecidito.
– ¿Está preparado para envejecer?
– Eso de envejecer es muy relativo. Yo conozco personajes de treinta años que se me quedan, caminando, que no me dan el ritmo, y de veinte que ya parecen muertos que todavía hablan a veces.
– ¿Si envejecer es cambiar de médicos y de verbos, ¿qué médicos lo miman ahora?
– Hace bastante rato que no voy a los consultorios de los brujos de hoy que son los médicos. No me gusta quitarles el tiempo que deben dedicarles a los enfermos.
– ¿Cómo se siente ennieteciendo?
– Mi nieta es una hermosa criatura. Inteligente y bella. Pero prefiero no hacerle propaganda a la familia. Casi nunca la veo.
– ¿Es cierto, como decía Álvaro Gómez que uno se casa para tener con quién hablar?
– Uno se casa cuando el dios interior lo decide. Yo no creo que el matrimonio tenga que ver con la conversación. Al contrario. Me parecen hermosos esos matrimonios de viejos que se soportan los silencios. Y los gozan. Otra cosa es aquello que está solo en nosotros. Esa soledad de la cual nadie puede encargarse por más esfuerzos que hagamos por endilgarle la responsabilidad al otro. O a la otra.
– Si cambiara de profesión ¿cuál le gustaría asumir?
– Músico, quizás. O director de orquesta. Me gusta la contradicción que encierra el director, el único músico de la orquesta que no suena…
– En la operación que le hicieron en la unidad sellada (=cabeza) ¿vio la tal luz?
– Los japoneses, me dijo alguien estos días, no ven la luz, como nosotros los occidentales, sino que cruzan un río. Solo recuerdo que el quirófano tenía un aire de nevera. Y pensé que la asepsia, incluida la del virtuoso, sin color ni olor, solo puede designarse con el adjetivo insulso.
– ¿Es muy distinto a aquel que le habría gustado ser?
– Yo viví siempre, creo, como dijo el filósofo de Envigado que sabemos, cagajón aguas abajo, y nunca cometí el sacrilegio conmigo de pensar que mis cosas pudieron ser distintas, porque no soy responsable de mí. Esa es la gracia de viajar.
– ¿El periodismo y la literatura para qué
– Escribir, por lo pronto, es una cosa de las cosas más interesantes que se pueden hacer con el tiempo.
– ¿Mientras más conoce a los hombres (o a las mujeres) más quiere a su mascota?
– Los hombres y las mujeres no son más que formas de un arquetipo. Nada en sí mismas. Sin embargo, hay algunas personas que uno podría tildar de interesantes, por benevolencia consigo mismo, quizás. Para evitarse el sentimiento orgulloso del segregado.
– ¿Objetos que siempre lleva encima?
– El teléfono de bolsillo, primero que todo, y la plata que es el salvoconducto desde que uno pone el pie en la calle, ese alpiste sin cual hoy no contamos, en el mejor sentido y en el peor. Y la cédula de ciudadanía de mostrar a los policías que se aburren, y en los bancos y las porterías. Por extraño que parezca en un grafómano como yo, siempre olvido en la casa el lápiz y la libreta de anotar la fogonazos del genio que nunca se sabe cuándo falsean.
– ¿La virtud y el defecto que le gustaría tener?
– Supongo que ya estoy bien aperado de virtudes y defectos. Cualquier otra cosa solo puede alterar el equilibrio. Sería espantoso.
– ¿El fracaso más creativo que ha tenido?
– No hay éxito ni fracaso. Las cosas son como son. Me gusta, contra la tentación de lamentarse, coincidir con Spinoza para quien la vida no tiene causas finales. Una cosa que le gustaba repetir a Fernando González. Siempre estamos en tablas mientras vivimos. A vos que te gusta el ajedrez. Desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Decía el sabio español Sancho Panza, el mozo de Teresa.
– ¿Lo que detesta que le regalen en su cumpleaños?
– Para detestar un regalo primero tendría que aprender a ser feliz con otro regalo. Un hombre me dijo hace años que yo poseía la serenidad superior. Y me dio pena decepcionarlo explicándole que había confundido la serenidad con la indiferencia. Uno ama siempre en el regalo al regalador. Y en el fondo todos los regalos abochornan.
– ¿Libro que desearía haber escrito?
– Todos los libros ideales de mi deseo están en el porvenir.
– ¿Sigue a pie juntillas las sugerencias de su horóscopo?
– Hace muchísimo tiempo que no leo el horóscopo. En la red me persigue una mona con cara de domadora de tigres ofreciéndose para adivinarme el futuro. Y la rehuyo. La mujer de un amigo mío una vez me arrebató el cigarrillo para leerme la ceniza. Y la mandé a comer con aquella palabra francesa que en mi francés se parece tanto a mar. Asomarse al futuro es una forma de la impudicia. Es mejor entrar en nuestras cosas con inocencia.
– ¿Es más lo que sabe o lo que desconoce de usted?
– Uno solo sabe lo que debería saber del nudo gordiano de uno mismo, cuando cortan el nudo. Supongo. Mientras tanto todo es enigma. Y no hay certeza. Por dentro somos ejércitos de locos.
– ¿La habilidad manual que le gustaría tener?
– Creo que me entiendo con la carpintería. Mi padre fue carpintero. Y me gustan la madera. Los instrumentos del carpintero tienen una seriedad muy atractiva como promesa. Pero sobre todo envidio a los deportistas del mar, que saben de qué hablan cuando dicen la palabra catamarán, por ejemplo, y que saben aprovechar las gracias del viento y de las olas: los de las tablas de surf, los submarinistas, los que conducen veleros. Estoy comprando baloto para comprarme un velero.
– ¿Persona que más admira?
– Uy, un montón. Admiro montones de personas y me rodean ahora sus espíritus en esta biblioteca. Ahora estoy admirando a Tolstoi, mientras paseo su Guerra y paz. A veces es un realista excelso. Tiene un inmenso poder para transmitir la vida. Y de los vivos… supongo que están demasiado cerca todavía para valer alguna cosa, alguna clase de asombro.
– ¿En quién le gustaría reencarnar?
– ¿Otra vez? No, hombre. Yo creo que esta vez paso directo al cielo. Un cielo discreto, me imagino, lejos de los focos de la gloria. Y con esa biblioteca celeste de las obras que se le quedaron sin escribir al genio de la humanidad. Y ese jardín de rocas japonés y esa música de violonchelos…
– ¿Se sometería al detector de mentiras?
– Sería interesantísimo engañar al detector de mentiras. Siempre pensé que yo podría ponerlo en vergüenza.
– ¿De qué se arrepiente?
– Arrepentirme, arrepentirme, de nada. Algunas cosas que hice me apenan. Pero fueron más bien deslices de la pendejada. Me consuelo diciéndome que no se podía pedir algo mejor de mí. Yo no tengo la culpa de lo que me sucede.
– ¿Cosas que se le han quedado entre el tintero?
– Hombre, las mejores cosas son las que se ahogan en los tinteros, chapaleando como moscas. O mejor dicho, ahora, las que se enmarañan en los discos duros. Hace días, a propósito, oí cuando un muchacho se lamentaba con unos amigos, en un parquecito cerca de mi casa: maldita sea: Se me olvidó la memoria.
– ¿De qué le gustaría morir?
– ¿Y quién dijo que uno se muere? Todo lo que sucede, sucede desde siempre, y seguirá sucediendo para siempre, siempre, siempre.