En el cumpleaños de García Márquez

Gabriel García Márquez con el Nobel al hombro firmando autógrafos junto a sus "guardaespaldas" Rafael Escalona y Consuelo Araujo-Noguera en Estocolmo. Foto ODG

Al maestro, con amor-humor

Por Óscar Domínguez Giraldo

Nunca parreandié con García Márquez en  ninguno de sus cumpleaños el 6 de marzo,  no fui amigo suyo, no canté vallenatos ni boleros con el fabulista, no viajé con él en el mismo avión a Estocolmo  donde recibió el Nobel. Tampoco viajé en el avión presidencial “tuquio” de lagartos que fue a despedirlo cuando murió en México.

Nunca le dije Gabo a él, ni Gaba o Mercedes a su mujer, no lo acompañé en su viaje en tren a Aracataca, no lamenté el  nocaut que le propinó Vargas Llosa. (Nos habríamos perdido el sonriente retrato con el ojo colombino que le hizo el fotógrafo medellinense-mexicano Rodrigo  Moya).

Jamás fui invitado a ninguna de sus casas, nunca me leyó, no tengo la primera edición de ninguna de sus obras, no tuve en mis manos un ejemplar de “En agosto nos vemos” que dejó escrita, jamás me envió los originales de sus libros para que le capara adverbios terminados en mente que le dañaban hasta el primer tetero; o le corrigiera la ortografía que detestaba cordialmente (él, no yo).

No asistí (¡pobrecitico de mí!) a ninguno de sus talleres de cine en Cuba o en la Fundación Nuevo Periodismo, de Cartagena, no lo vi hacer papeles menores en películas basadas en guiones suyos.

No tengo dedicado ninguno de sus libros (pero me autodediqué Cien años de soledad: “A un tal Domínguez, eterno novel”, Gabo), no me perderé de releer “Un ramo de no me olvides”, de Gustavo Arango, mi paisano de barrio Aranjuez, sobre el período cartagenero del cataquero mayor, no asistí al bautismo de sus hijos Rodrigo y Gonzalo.

Nunca le hice entrevista exclusiva, no compartí hambres con él en París, no me menciona en ninguna de sus novelas, ni en el pasa de sus crónicas periodísticas. Nunca dudé de que también era Nobel en periodismo. Las veces que lo vi me dio culillo hacerle preguntas. Como que se perdía el encanto.

No soy su pariente ni en el millonésimo grado de consanguinidad, no trabajé con él en el fugaz periódico El Comprimido que hizo en Cartagena con el fallecido Mago Dávila, tampoco camellé con él en Prensa Latina; no aprendí del maestro Gabriel  en las revistas Alternativa y Cambio. Era una cátedra ambulante. 

No me habría chocado jugar ajedrez contra alguno de los personajes de sus libros. No me darían un brinco, modestia apártate.

No me debe plata, le debo todo el oro del mundo por la felicidad brindada con la poesía de su prosa, no dudo que leerlo nos hace inmortales… mientras estamos vivos.

No sé dónde andaba yo cuando durmió ocho días en la casa del campeón de ciclismo Ramón Hoyos, en Medellín.

En “represalia” soy gabólatra sectario. Le tomé  firmando libros en Estocolmo en 1982 (foto). Me doy besitos de felicitación por haberlo retratado. (Lo vi por primera vez en carne y leyenda en Washington en la firma de los tratados Torrijos-Carter, 1977. Lo invitó Torrijos. Luego me lo encontré en el aeropuerto de Madrid en tránsito para el frío sueco).

Releeré la bella biografía “Viaje a la semilla”,  de Dasso Saldívar, que tanto le gustó al Nobel “porque se parece a mí”. Dasso me dedicó así su libro: “Para Oscar Domínguez, amigo y cómplice de este y otros viajes, eterno abrazo”). Tengo a mis espaldas la biografía del inglés Gerald Martin pero no le ha despachado íntegra.

Dios no tomará represalias contra él por su agnosticismo. Es más, ya lo tiene a su diestra mano. ¿O será a la izquierda? Sus personajes creían por él: “Dios es mi copartidario”, decía el célebre coronel…. Sus lectores nos sentiremos felices siempre que lo leamos…

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