Por Oscar Domínguez Giraldo
Como el día de los fieles difuntos suelo amanecer “aceptablemente póstumo” ( = Buffalino) , retomo estas líneas en memoria de nuestros futuros colegas residentes en el populoso y horizontal barrio de los acostados… El dos de noviembre nos recuerda que somos un escueto estornudo de eternidad. Hay mantener las barbas en remojo.
Muchos imprescindibles están en el lugar adecuado: los jardines del recuerdo.
Para que digan lo mismo de nosotros conviene admitir que no hay muerto malo. De los muertos, hablar solo lo bueno, aconsejaban los romanos.
La pelona ha perdido parte de su encanto y misterio. De un tiempo para acá, en muchas ciudades, cualquier perico de los palotes se muere por cómodas cuotas mensuales.
Muérase ahora, pague antes, es, en la práctica, con algunas variantes, el vendedor eslogan de las funerarias.
Algún día nos enterrarán con los puntos que hagamos por compras hechas en el supermercado. O con las millas acumuladas.
Los hay renuentes a pagar seguro exequial. Asumen que es de mal agüero. Es el derecho a la ilusión de la inmortalidad. Se resisten a admitir que de esta existencia nadie sale vivo.
De vez en cuando suelo llamar a la Cooperativa con la que tengo mi seguro exequial para constatar si estoy al día en los pagos. Se me caería la cara de vergüenza constatar desde el más allá que hubo que hacer vaca para pagar mi entierro.
Muchas empresas funerarias incluyen el servicio de limusina, ese rascacielos acostado que halaga por última vez la vanidad del “homo horizontalis” que de otra forma no montaría en ese cachivache.
En el “todo incluido” que nos ofrecen los empresarios de pompas fúnebres figura hasta la soprano que dará el desgarrador do de pecho final por un muerto con el que ella nada tiene que ver.
Las lágrimas corren por cuenta de los familiares. Bueno, el servicio de plañideras es otra próspera industria sin chimeneas. Aunque en el interior del país no ha pegado mucho.
Otro gran logro de la modernidad es que ya no hay que cargar el féretro. La burocracia de la funeraria, en traje de parada, asume esa obra de misericordia reservada a los herederos, cuando el saldo bancario es robusto; y a los vecinos de la cuadra, si al flamante “fiambre” se le fue la mano en pobreza.
El menú mortuorio incluye al cura que repite su monótona homilía entre el muerto que ya pasó y el que viene. Las homilías suelen ser tan parecidas unas a otras que solo cambia el estado del tiempo.
Asistimos a otro avance sustancial, tan importante como el descubrimiento de la rueda o el pararrayos. Me refiero a las velaciones en casa. Es la mejor forma de humanizar la muerte.
Era tan larga y devastadora la velación que se agotaban lágrimas, pañuelos, café, trago, frases lagartas y lugares comunes que remataban al finado en caso de que le quedara algún hálito de vida.
Ahora el muerto queda en compañía de su soledad. También él tiene que procesar su partida.
Y para evitar el costoso traslado de familiares remotos, algunas firmas ofrecen transmisión de la velación en directo. Muérase aquí que en Miami o en Cafarnaún habrá quién lo llore por circuito cerrado de tv.
Quienes quieran salirse del libreto, tienen otra opción, el video, para anunciar que desocupan el amarradero. Así lo hizo el célebre humorista Art Buchwald. Cuando murió, The York Times ofreció un video en el que el humorista se despedía: “Hola, soy Art Buchwald y acabo de morir”. Punto.
Por una extraña coincidencia hace unos años vivo cerca del cementerio Campos de Paz en Medellín. Levanto el pescuezo y veo el lugar donde retozan mis colegas futuros. Visito el lugar con relativa frecuencia.
En Bogotá era cliente del Cementerio Central de la calle 26. Iba tanto que de haber bar allí me harían vale. Alguna vez asistí en el Central a una velada en memoria de José Asunción Silva y de su hermana en la que se leyeron poemas y se tocaron algunas piezas musicales. Ese día por lo menos no se podría recitar su verso: “… qué solos se quedan los muertos”.
Confieso que me sigue pareciendo poético el ataúd, máxime si es de madera de buena calidad, con incrustaciones de algo, una pinturita aquí, otra maricaita allá. En el ataúd está uno en la única posición aceptable para vivir plenamente la eternidad: decúbito dorsal. Pero no, el horno crematorio dice la última palabra.
¿Ceder órganos? Lo he pensado, pero mejor no encartar a nadie con esta derruida armadura. Ahora, si alguien me convence de que a mis 75 años hay alguna pieza o presa aprovechable, con gusto reculo. Recomiendo mi oído, lo tengo de tísico, si es cierto que los tísicos oyen hasta el silencio.
Si la buena salud que he tenido es endosable, interesados favor pasar hojas de vida. Suelo sentirme tan bien que pienso que tendré que morirme de puro aliviado. No nací pa semilla. Sospecho.
Suelo recitar a Santa Teresa para aplazar la cita eterna: “Ven, muerte, tan escondida, que no te sienta venir…”. Sabía la santa que lo malo no es la muerte, sino la “morida”, o sea, esos momentos previos a la partida.
Cómo no citar al poeta del Líbano Khalil Gibran: “Porque la vida y la muerte son una, lo mismo que son uno el río y el mar”.
Dicen que lo malo de la muerte es que es para toda la vida. ¿Pero qué tal estar eternamente vivos? Peor.
Si el sueño es una muerte hechiza, inventada, en cada despertar reencarnamos en nosotros mismos.
Me he impuesto una tarea que no acabo de cumplir: Vivir como si acabara de sobrevivir a una muerte segura.
El viejo gruñón del Mark Twain dio la receta ideal: vivir de tal forma que lo lamente hasta el dueño de la funeraria. No creo que ese sea mi caso. Todavía… (líneas sometidas a latonería y pintura).