Crescencio Salcedo: el maestro que componía con una flauta de caña

Crecencio Salcedo

Por Oscar Javier Ferreira Vanegas

“Soy hijo de india con indio, y no puedo desconocer la grandeza que tiene nuestra patria en cualquier parte del mundo, para distinguirse con sentimientos indígenas”. 

Son contados los colombianos que no hayan cantado, bailado o escuchado al menos una de las canciones del maestro Crescencio Salcedo.

Nacido en Palomino, Bolívar, el 27 de agosto de 1913, Crescencio Salcedo Monroy, se formó en un hogar campesino, conformado por sus padres Lucas Salcedo y Belén Monroy, junto a sus hermanos Aureliano, Libardo y Telésforo. Creció entre los agrestes campos, con hacha y machete, ordeñando vacas y sembrando sueños. De niño se cautivó con la flauta de caña, un rústico instrumento que no requería comprarse en las tiendas de música, sino que se fabricaba siguiendo las huellas de la tradición indígena y emulando el canto de los turpiales.

“NADIE COMPONE NADA”

Salió de su corregimiento y comenzó a recorrer mil caminos. Lo hacía descalzo porque, “los zapatos me incomodan y prefiero el contacto con la tierra”.  Para Crescencio, toda la música estaba hecha, y el compositor la descubría: “Nunca me gusta hacerme pasar como compositor, pues lo único que hago es recoger motivos y melodías de lo que está con perfección hecho. De acuerdo con la cultura, con ese pulimento que uno tiene, puede recoger la obra. NADIE COMPONE NADA. Todo está compuesto con perfección. Uno lo que hace es descomponer”.

Crescencio Salcedo, no solo aprendió a fabricar la flauta de caña, sino también a ejecutarla con maestría. Con ella, como compañera leal, inició su camino por el mundo de la composición. “Compae Mochila”, comenzaron a decirle, quienes lo veían pasar con un colorido morral grande terciado, repleto de flautas para vender. Pasó por Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, vivió ocho años en la Guajira con los Wayuu, sus hermanos mayores.

Humilde en su grandeza, compuso las obras más reconocidas en el ámbito popular, cantándole a su raza, sus historias y vivencias. Su primera inspiración fue “El gusto por las mujeres”, a la que siguió “Cosquillitas”, que comenzó a escucharse en la radio. Otras, como “La Cumbia Sampuesana”, “Arroz con Leche” se suman a la inmensa lista de sus creaciones, como “Hermoso tricentenario”, dedicada a los trecientos años de la fundación de Medellín, que recibió una distinción especial.

LA HISTORIA DE LA MÚCURA

Crecencio Salcedo Monroy

“La múcura”, una de sus famosas obras, dedicada a los aguateros que llevaban las pesadas tinajas transportando el preciado líquido, fue cantada por el gran vocalista cubano Benny Moré, y tiene cientos de versiones. La obra fue interpretada originalmente por los «Trovadores de Barú». Cuando le robaron la obra que él había reconocido ser tomada de la tradición ancestral, escribió el porro “Envidia”, cuya letra dice:

“Se perdió la mucurita que me daba tanto goce, mi preciosa muy bonita se la cogió el envidioso”. Y con “La Múcura”, escribió: “La múcura no se ha perdido, sólo ha cambiado de dueño, porque me quedé dormido emocionado de sueños…” 

Otra de sus obras “Mi cafetal”, fue dedicada a los verdes campos de café que enorgullecen al campesino y son su más preciado tesoro. El popular trío “Los Panchos”, se unió a las numerosas versiones de la obra. Algunos decían que la música de “Mi Cafetal” era de Andrés Paz Barros, sobre la letra de Salcedo. Cosa improbable, porque Crescencio componía la música y sus letras simultáneamente.

La primera versión del “Año viejo” la hizo Alberto Fernández con la orquesta de Emisora Fuentes en 1953. Recientemente falleció el cantante mejicano Tony Camargo, cantante de la Orquesta de Rafael Paz, el más célebre intérprete de la inmortal obra, la canción tradicional por excelencia en las festividades de navidad y año nuevo en toda Latinoamérica. Es un incunable de nuestra música. Intérpretes como Chayanne y Farid Ortiz, se unieron a la pléyade de cantantes de esta famosa obra. 

MUCHOS LE ROBARON SUS OBRAS

“El hombre Caimán” conocida como “Se va el Caimán” (el que se va para Barranquilla) fue interpretada por José María Peñaranda, quien no solo se dedicó a cantarla, sino a pregonar que era el compositor de la obra. Porque Crescencio siempre tuvo esa pesadilla a cuestas. Muchos trataron de robarle sus obras. Pensaban, como Toño Fuentes, que este campesinito era presa fácil para defraudarle los derechos de autor. Fuentes se robó, literalmente varias de sus obras: “La Múcura”, “La varita de Caña” (“Varita´e Caña”) aprovechando su condición de propietario de la disquera Fuentes, de Medellín. Igual le sucedería con “La piña madura”.  En esa época –y aún es requerimiento para grabar una canción– la disquera exigía al compositor firmar un contrato de exclusividad con su editora, donde “vendía, cedía y transfería” la obra musical. Y también, muchas veces, aprovechando las premuras económicas del compositor, le hacía un “adelanto de regalías”, llegándose al extremo de que el autor transfería toda su obra e, incluso, la vendía, yendo en contravía a la legislación autoral. Todo eso le pasó a Crescencio.

CANCIONES Y PROLE

Crescencio fue un prolífico padre. Tuvo cinco hijos: Rafael, Santiago, Francisco, Martín y Ramón. Su última compañera fue Ligia Alzate. Porque, a pesar de todo, a Crescencio “le sonaba la flauta” para encender el amor. 

Cuando murió Crescencio, muchos llegaron a decir: “Sayco lo dejó morir de hambre”. Tamaña mentira. Las obras de Crescencio eran manejadas por editoriales que reclamaban sus derechos por el manejo autoral. Nunca fueron justas las liquidaciones ni regalías por las ventas de los discos que le hicieron a Crescencio. Recordemos que actualmente Sayco solo recauda directamente al autor los derechos de ejecución pública con fines de lucro de las obras, y las editoras reclaman los denominados “derechos conexos”.   

Tal vez fue la Peer International, editora que gerenciaba Santander Díaz en Colombia, la más justa con estos pagos a Crescencio. Alguien comentaba que estuvo presente, cuando Crescencio llevó un cheque para que se lo cambiara el dueño de un café donde se reunía la bohemia artística en Medellín, y le había dicho: “Cámbieme este cheque. Deme tanto, y el resto a mis amigos, para que se lo beban hasta que se acaba el valor del cheque”. A Crescencio, poco le importaba el dinero. Por eso, siempre vivió humildemente. 

SOBRE SUS DERECHOS

Cuando se le preguntaba sobre los derechos de autor, respondía: “¿Derechos de autor, de qué?  ¿Qué si he cobrado derechos de autor? ¿Autor de qué? Yo no soy autor de nada ¿No le digo? Y como no lo soy, no cojo nada. Recojo motivos para expresarlos en música. Otros recogen la plata…” Y así fue como muchos avivatos usufructuaron sus sagrados derechos de autor de sus obras. Crescencio lo sabía, y por eso creó su propio sello disquero al que llamó “Mi Patria”, cuyos discos con sus obras grabadas vendía a los transeúntes y amigos.

Con respecto a sus conocimientos musicales, Crescencio decía: “No conozco las notas musicales. ¿Para qué voy a conocerlas? Yo lo que necesito es conocer los bellos sonidos para convertirlos en melodías. La música existe y está. ¿Para qué el pentagrama y las notas?  ¿Ha oído cantar un turpial? ¿Dónde estudió música el turpial? En ninguna parte, y, sin embargo, produce las más bellas melodías”.  

En Bogotá, el maestrón se ubicaba en la Carrera Séptima, frente al Parque Santander, a tocar y vender sus famosas flautas. En las tardes caminaba hacia la calle 19 con octava, para encontrarse con sus amigos en el “Orines Hilton”, o “Bar el miao”, como bautizaron al lugar los bohemios, consumidores de tinto, cerveza y aguardiente, por el olor a cetrinas y laurel. Era una cantina donde se reunían a hablar cháchara, o hacer negocios con su música. Allí se congregaba lo más granado de los músicos y cantantes de Bogotá, pues el sitio era contiguo a “Emisoras Nuevo Mundo”, donde todos los días se hacían espectáculos en vivo como “La Hora Philips”, “Los Chaparrines”, “El show de Heber Castro”, y otros eventos. 

SUS “PELEAS” CON JOSÉ BARROS

Un día, algunos músicos desocupados, planearon poner a pelear a Crescencio con José Barros. Entonces, le dijeron a Barros, que Crescencio estaba hablando mal de él, y que decía que sus canciones eran una porquería. Y, de igual forma, a Crescencio le contaron que Barros hablaba mal de él. Entonces, cuando los dos estuvieron frente a frente, comenzaron los epítetos ofensivos de uno y otro. Un músico sostenía a Crescencio, y otro a José. Era como un tanteo en una pelea de gallos. Se lanzaban golpes y patadas que nunca llegaban a su destino. Al final, les confesaron que todo era una broma, y volvieron a ser amigos.

En Medellín, Crescencio se ubicaba en La Calle Junín, donde cada día repetía su ritual de tocar y vender flautas de caña. La gente lo reconocía y susurraba su nombre.  El 3 de marzo de 1973, el gran Crescencio Salcedo falleció en esa ciudad, víctima de una trombosis; sin duda alguna, uno fue de los más grandes compositores de la música popular colombiana. Sus obras, aún vigentes, viven en el corazón del pueblo que lo 

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