Caballero, el mundo por hábitat

Caballero corona el libro "El hombre que parecía un domingo", de Domínguez Óscar (Colprensa).

Por Oscar Domínguez Giraldo

El 17 de diciembre, hace siete años, Antonio José Caballero, el reportero estrella hecho en Santander de Quilichao, Cauca, tomó  su grabadora que era su sexto sentido, su genio siempre disparejo,  su gran capacidad de trabajo, su pinta de play boy, su soltería perpetua y nos dio con su ausencia.  

Paró el reloj a los 68 abriles. Un cáncer lo puso a marcar eternidad.
Sólo le faltó dar la noticia de su muerte en la bogotanísima clínica del Country, donde colgó apagó el dial de su vida. De resto dio todas las noticias, desde cuando su descubridor, Orlando Cadavid, entonces director de RCN, le dio la alternativa radial como corresponsal en España.

El azar le deparó la muerte del papa Paulo VI que cubrió con todos los juguetes, a pesar de que apenas se iniciaba en la reportería, la joya de la corona del periodismo. 

Luego contó detalles de la muerte del sucesor, Juan Pablo I, el papa de la sonrisa, quien apenas tuvo tiempo de sonreír y calentar la silla: duró 33 días como sucesor de Pedro. Murió de sospechoso infarto (Juan Pablo I, no Pedro). Lo reemplazó Juan Pablo II quien hace cómodo carrizo en los altares. 

Después de cortar oreja, rabo y pata en su calidad de corresponsal en el primer mundo, Antonio José fue llamado a filas a RCN-Bogotá. Aquí  hizo historia como cargaladrillos. Ni falta que le hizo ocupar cargos directivos.  

Relajado, Caballero, simepre presto para cubrir lo que sea.

Se lució como reportero, un trabajo tan desgastador y acaso tan desagradecido y mal pagado como el de ama de casa. 

Cuando partió, jefes suyos como Cadavid, Gossaín y Dario Arizmendi se atropellaron para exaltar sus virtudes de reportero consumado.  

Prácticamente, Caballero aprendió italiano cubriendo llegadas y salidas de papas. Esos cubrimientos fueron la cuota inicial de una larga carrera que lo llevó a decenas de países. Difícil llenar más pasaportes. 

Se la pasó más volando que durmiendo y amando. En los aeropuertos lo conocían los funcionarios de aduanas;  las azafatas lo saludaban por su nombre. El caucano aprovechaba para echarles los perros. 

A sus espaldas le decían «Terciopelo», una ironía para aludir a que se enojaba viendo pasar una tractomula.  

Trabajó en Cromos y en la revista Antena. Y en televisión, donde fue presentador y productor. Pero su reino estaba en la radio. También le jaló a las columnas de prensa para dar su propia interpretación de los hechos que cubría en este acabadero de ropa que es el mundo.  

Para no quitarle tiempo a su oficio de infatigable reportero, decidió decirle no al matrimonio. “Invicto vencedor jamás vencido” en asuntos relacionados con la epístola,  siempre mantuvo ocupado el departamento de afectos. No tuvo quejas de la ternura femenina. 

Arafat, Gadafi, Hugo Chávez, Tirofijo, presidentes, figuras de todas las farándulas, para no alargar el chico, figuraron entre sus decenas entrevistados. Decía que las mejores entrevistas se las hizo a Fidel Castro. 

Se me quedó con varios libros que le presté. Lo perdono si se los leyó. Creo que sí se los devoró.  

Que te siga yendo bien, Terciopelo. Te extrañamos. (Estas líneas pasaron por el taller de latonería, pintura y similares). 

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