Por Óscar Domínguez Giraldo
Hace sesenta años, Marilyn Monroe escogió agosto (el 4) para volverse eternidad. Cumplía años el 1º. de junio día de san Pánfilo, presbítero y no por ello virgen. Los miembros de la Asociación de Devotos Fetichistas de Marilyn Monroe, ADFMM, que me honro en presidir, nos reunimos siempre el día de su cumpleaños. Y el de su muerte. Solemos admitir en ambas ocasiones que “tenía la edad de nuestros sueños eróticos”.
Desde su eternidad con almohada, la rubia Marilyn verá de vez en cuando las fotos que le tomó Ed Clark para la revista Life cuando era una espléndida anónima.
En las fotos, la Monroe tenía 24 años y empezaba a figurar en filmes como La jungla del asfalto, de John Houston, y Eva al desnudo. Fueron pequeños papeles que la pusieron en la mira del público. Y de otros productores.
Conocí (¿¡) a Marilyn en esas célebres fotos que publicó Life. En ellas, Marilyn – sinfonía en azul- emerge de una piscina llevando encima únicamente su Chanel No. 5 y sus espléndidos centímetros: 94-58-90. Este número telefónico anatómico llevó a los circunspectos japoneses a ponerle el mote de «el trasero que canta». Décadas después de haber “sido recogida por el silencio”, sigue ganando batallas eróticas. Las fotos de Clark son prueba de ello.
En aquel tiempo, había que sobornar a los porteros de los cinemas de barrio para ver algunas de las películas dizque aptas solo para mayores de 21 años. “Qué atropello a la razón”.
Si los caballeros “las prefieren rubias”, como la gringuita, ella los prefería «tiernos y delicados», según le confesó a su amigo Truman Capote en el funeral de la actriz Constance Collier, quien había dicho de la leyenda: “No sé por qué, pero me parece que no llegará a vieja”.
Como en amores platónicos la modestia no es mi fuerte, confieso que me sentí aludido con lo de «tierno y delicado» que leí en “Música para camaleones”, de Mr. Truman.
En otra ocasión me tocó fingir calma cuando la oí cantarle el sensual «japiberdituyú» al presidente Kennedy en pleno despacho oral, perdón, Oval, de la Casa Blanca. Jacqueline Kennedy espiaba la velada por el ojo de alguna cerradura como el ángel de Ciro Mendía espiaba a su protegida cuando le tocaba salir de la habitación.
También agoté las hojas de valeriana cuando descubrí que yo no aparecía en la lista de los 10 hombres con los cuales le habría gustado hacer el amor y no la guerra de Viet Nam.
Es más: confieso que me dio un ataque de disfunción eréctil cuando descubrí que entre la lista de los privilegiados mencionados estaba un tal Albert Einstein. «Definitivamente, en erotismo todo es relativo», me dije en una de esas pláticas sin retorno frente al espejo.
A este «stradivarius del sexo» le perdoné sus matrimonios con el insípido Dougherty, el beisbolista Joe di Maggio, el dramaturgo Arthur Miller – a quien ella le preparaba el desayuno-, y el novelista Norman Mailer.
El padre Ernesto Cardenal, por fuera del libreto teológico, se lamentó en una de sus oraciones: «Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes», escribió el poeta nicaragüense, dateado por el Espíritu Santo, a quien de pronto se le sale el poeta que “lo habita” por interpuesta persona.
Seis décadas después de iniciar el sueño sin regreso por la vía de una sobredosis de «nembutal», nunca sobra un responso por la diva que se encuentra en el pabellón celestial, octavo piso-ascensor, donde de pronto evoca lo que más le gustaba: hacer las cosas bien y ser feliz, otra de sus confesiones a Capote.
Volvamos con el padre Ernesto:
La hallaron muerta en su cama con la mano en el teléfono.
Y los detectives no supieron a quién iba a llamar.
Fue
como alguien que ha marcado el número de la única voz amiga
y oye tan solo la voz de un disco que le dice: WRONG NUMBER
O como alguien que herido por los gangsters
alarga la mano a un teléfono desconectado.
Señor:
quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar
y no llamó (y tal vez no era nadie
o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de los Ángeles)
¡contesta Tú al teléfono!