Por Oscar Domínguez Giraldo
Sueño con el Nobel
De repente, en el balcón aparece un señor de blanco, sonriente y con bigote a lo Bienvenido Granda. Luce liquiliqui. Mi “vecino”, Gabriel García Márquez, me ve en otro balcón y me pide que me acerque.
Como nobeles no se ven todos los días, y menos en sueños, en segundos estoy cerca del mentiroso de Aracataca. Dentro del sueño, asumí que me invitaría a subir. Esperanza inútil, como en el bolero de Daniel Santos que solía cantar en su época de serenatero en Barranquilla.
En lugar de invitarme a su cambuche, García Márquez me pide desde su olimpo que anote la pregunta que debo hacerle a la gente: Si a su hija recién nacida le deben conseguir nodriza. La respuesta debe consignarse por escrito.
Me dio cosita preguntarle por qué hablaba de niña, si él y dama, Mercedes, quien estudió en La Presentación de Envigado, solo amasaron dos muchachos. Pero nadie manda en sus sueños sino cuando se acaban. Solo entonces podemos torcerles el pescuezo que es lo que estoy haciendo con el mío. Y lo que dicen que hacía Freud.
No me cambiaba ni por Dios mano a mano de la felicidad que sentí al recibir semejante encargo. El mandado me exoneraba de la frustración que me acompaña por no haberlo entrevistado nunca.
Me aprovisioné de un buen fajo de hojas en blanco, tamaño oficio, y me fui a una tienda cercana a terminar la tarea. Mi primer oficio remunerado fue el de mensajero en tiendas de barrio, así que estaba en mi salsa.
Le expliqué al respetable público consumidor el alcance de la pregunta del maestro Gabo y la respuesta que esperaba (sí o no, como Cristo, en el que no creía, nos enseñó).
Enseguida empecé a repartir las hojas con la felicidad que sentiremos cuando nos vuelvan a dar a los abuelitos (perdón, a los abuelos) la libertad y la calle por cárcel.
Pasé cerca del churro de la registradora pero no le entregué su hoja Me acobardan las bellas y los grandes escritores.
Cuando terminé la repartición rectifiqué y le entregué su hoja a la chica de la registradora. Me sonrió, le sonreí.
Cuando desperté, el Nobel ya no estaba allí (disculpe, señor Monterroso, por piratearle su cuento).
Para ahorrarme el vale del siquiatra de la prepagada, leí algo de Jung, el consentido del novelista y tallerista Luis Fernando Macías cuyos personajes sueñan, por ejemplo, en “Eugenia en la sombra”.
También leí a José, coach onírico del faraón (Gn. 40. 1-38), al que le interpretó sus sueños y le explicó cómo manejar los años de vacas gordas y flacas que venían. En esas lecturas no encontré mayores luces.
Recurrí entonces a mi propia coach. Previa lectura de su encopetada enciclopedia, vio en mi sueño desconcierto total por no haber escrito ficción.
Acogí su interpretación porque coincide con la dedicatoria que le inventé a García Márquez y que consigné en su libro “El amor en los tiempos de cólera”: Para od, eterno novel en literatura…