Por Oscar Domínguez Giraldo
Mi madre me quería ver convertido en papa, no en interior derecho o aguatero del Nacional, mi equipo de siempre.
Como hoy 8 de noviembre estaría cumpliendo 99 años, retomo algunas memorias futbolísticas de infancia.
Para mi madre, sin fútbol sí había paraíso del que está gozando. Nunca le interesó el deporte. Espero no calumniarla si digo que confundía el fútbol con un policía acostado, o con la sota de bastos de su baraja española en cuya manipulación era ducha a la hora de jugar tute, uno de los pocos lujos que se dio con el dominó.
A ella y a los de su generación les estaba prohibida la lúdica, el placer. Solo les dictaba trabajar, trabajar y trabajar. Y criar hijos para el cielo. Paró la tacada en nueve petacones. Seis seguimos en circulación.
Mamá Geno creía que su Negro se perdería al cielo con los amigos del fútbol que tenía. O sea, no tenía nada contra los goles, sino contra los que los hacían.
“No se junte con malas compañías”, era su estribillo. Pero en la calle nos sentíamos como en casa, dicho sea con el cronista brasileño Ruy Castro al hablar de los cariocas.
El deseo de doña Geno era que su negro se portara tan bien que a su muerte lo lamentara hasta el dueño de la funeraria (=Mark Twain). No voy a decir que he logrado esa meta. No sé cuántas reencarnaciones necesitaré para lograrlo… (En la mínima biblioteca de la casa, al lado de alguna Imitación de Cristo, recuerdo el libro de otro autor gringo, Dale Carnegie: Cómo hacer amigos e influir sobre las personas. Será por eso que no permito bromas contra los libros de autoayuda).
En desarrollo del libre desarrollo de mi personalidad que entonces no se llamaba así, le desobedecía en materia futbolística. Era un auténtico “anticristo de la calle”. (En la foto, la carrera 50ª uno de los sitios donde jugábamos para nadie, para el olvido, o sea, para nosotros mismos. No nos cambiábamos ni por Dios mano a mano).
Mis ratos libres terminaban detrás de un balón. O de una pelota de trapo, o de papel. El material era lo de menos. A veces jugábamos fútbol sin balón de la misma forma como en la película Blow up juegan tenis sin la bola.
Ella solo toleraba mi amistad con Caliche, quien era una mezcla de Pelé, Maradona y Messi de pantalón cortico. Así era de asombroso el fútbol que practicaba. Caliche era lo más parecido a un domingo.
En él se cumplía el consejo del polaco Ryszard Kapuscinski a los periodistas: Para ser buen periodista ante todo hay que ser una buena persona.
Cuando jugábamos en la cancha de Ciegos y Sordomudos hasta allí me seguía (perseguía es el verbo) mi madre para monitorear mis amistades.
Ni pensar que quienes estudiaban en la Escuela de ciegos jugaran fútbol. (La escuela sigue en su lugar. La visité hace unos meses pero ese día no estaba permitido el ingreso).
Como todo ha subido, ahora los ciegos juegan desde su silencio con el ruido que hace la bola al caer.
Juan Manuel Roca lo registra en uno de sus poemas : “Mi madre y yo en la terraza. Y abajo, ángeles de la sombra (los niños ciegos) corrían como locos tras el ruido”.
Como siempre he tenido el fútbol por cárcel, a este deporte le debo el primer y único canazo que he pagado. Y le debo a mi madre haber recuperado mi libertad.
Con varios chinches de la 50ª con 92, en Aranjuez, fuimos detenidos por el delito de jugar fútbol en la calle. Nos metieron en la “bola”, una especie de cárcel ambulante.
Luego fuimos a templar a la permanente o a la inspección de donde nos echó un sermón paternal el funcionario de turno. A lo mejor fue don Abaslón Vargas, una especie de Sherlock Holmes de barrio.
Doña Geno se convirtió en mi abogada y logró que nos volvieran a dar la libertad por cárcel. Lástima haber sido papa en reciprocidad…