Librero fugaz

Leyendole a mis nietas Ilona y sofia. Y a Nacho, el chihuahua, mi llavería. (Foto ADD)

Por Óscar Domínguez G.

Como avanza la Fiesta de Libro en Medellín diré sin más preámbulos que he desempeñado oficios varios buscándole la caída al billete, incluido el de librero, claro.. 

He hecho mandados, adivinado el futuro y encimado el pasado. Vendí tiquetes para bus y autoferro. He escrito cartas de amor para novias ajenas. Mercenario sin hígado, redacté textos políticos para reclutar voticos díscolos que le dijeron no a “mi” aspirante.

He sido tendero, palabrotraficante, candelero o cuidador de novios, proxeneta de novios fugados, correveidile, paseador de perros, tahúr, barman, vendedor de coco y velitas, cofio y minisicuí, delicias que ya no están en el mercado.

Fui vendedor de camisas de segunda en Fredonia, taquillero en cinemas paradiso de barrio, traficante de sueños, padre de familia, peatón, contribuyente, constituyente, reportero que ha cubierto desde la corrida de un catre hasta la entrega del Nobel en Estocolmo a un señor que redactaba muy bien y a quien sus amigos le decían “Gabo”.

Otros oficios son los de abuelo múltiple, celador, cartero, monaguillo que se quedaba con parte de la limosna (eso se llama redistribución del ingreso. Dios no tiene el almuerzo embolatado, argumentaba para mis adentros). También me las he dado de aguatero y culebrero, pero nunca había sido librero fugaz.

El asunto fue así: me acerqué a una librería ubicada en el Parque Santander en el centro de Bogotá a darle de comer al ojo. Los libreros ven llegar al cliente y por el “tumbao” que tiene le miden el revuelto literario. Y el bolsillo. Son el eslabón encontrado entre el libro caro y el ciudadano de la llanura generalmente desplatado. O con lo justo para el bus y el corrientazo liberador. Los libreros de las “agáchese” son tan necesarios como el pan, el olvido y el agua. 

En todo muerto ilustre – o no ilustre- los libreros ven la posibilidad de una inminente compra barata. Los deudos, si no son lectores, casi pagan para que arrasen con los libros. Los libreros pescan en ese río revuelto. Tienen un sexto sentido para detectar “morlacos” con libros.

Sicólogo empírico, el cordial librero de este cuento, don Carlos Escobar, poeta en sus ratos de ocio, me examinó durante algunos segundos. En seguida empezó la ofensiva: qué libro buscaba. “Pregunte por lo que no vea”, me desafió.

Retrechero, al principio lo castigué con el policía del silencio. En el amor y en los negocios si mostrás ganas, estás perdido, te tragan sin sacudirte. Ambos estábamos trabajando a nuestra manera.

Finalmente, le dije que solo me estaba llenando de ganas. ¿Cuál busca el señor?, insistió el hombre de pelo crespo y la mirada del que está acostumbrado a leer entre líneas. Como hablándole al viento, respondí: «Gabriela, clavo y canela”. Y para que “sepa quién soy yo” le agregué que el autor era paisano brasileño de Sofía, mi primera nieta.

De inmediato, me abrumó con títulos del brasileño Jorge Amado. Le pedí que me mostrara la edición de “Gabriela”. Si es en letra de edicto, esa que no lee un preso, no me sirve, le notifiqué. Mis ojos son enemigos personales de la letra chiquita y yo les doy gusto. Es el pacto de coexistencia pacífica que hemos firmado.

“No lo tengo aquí sino en la otra librería. Si quiere voy por ella. Me demoro diez minutos”. “¿Y quién se queda aquí?”. » Usted”. Y se fue, graduándome de librero, sin más poesía. 

Todo muy surrealista. El hecho de saber que por unos minutos desempeñaría el mismo oficio de Borges, me llenó de ínfulas. Alcancé a decirme: A lo mejor, por el fenómeno de ósmosis, en adelante vas a escribir mejor. Además, tenía otra aventura más para contarles a mis nietos.

En su ausencia, no vendí ni una vocal ni  una consontante. Tampoco vendo un vaso de agua en el Sahara. No estoy hecho para la ardua condición de rico. La plata, la inmortalidad, el mar y la revolución se las dejo a los demás. Me contento con saber que “no tengo quejas de la ternura”. Del ahogado el sombrero. 

En ausencia del dueño, varios mirones se acercaron. Me cuidé de que nadie robara. En ese caso, el paganini sería yo. 

De pronto, un tipo con cara de retrato hablado, me ofreció una plancha. Sí, una plancha, ni siquiera un incunable hechizo. 

Otro se me vino con esta perla: “Quédate con esta alhaja, es finísima, bacán”, y me la mostró de lejitos, con el brazo tendido hacia el suelo para que la cosa quedara entre los dos. Conozco el ritual. Tampoco caí en la tentación. De lejos se notaba que los dueños originales de la plancha y de la joya no eran ellos. Pero es mejor ver y no preguntar, como los ascensoristas de Nueva York, según cuenta Gay Talesse en una de sus espléndidas crónicas. (En el puesto que cuidaba no vi libros del escritor gringo. Que se vea la riqueza).

Mi fugaz empleador regresó ¡20 minutos después! Ya estaba pensando cobrarle cesantías. Pero ni cuentas me pidió. Para adecentar el libro que me trajo, le había hecho la cirugía plástica a punta de borrador. 

Me gustó, a pesar de la letra de edicto que detesto. ¿Pero cómo hacerle perder su tiempo? Entrado en gastos, me interesé también por “Doña Flor y sus dos maridos”. Vino la negociación: Me pidió 40 mil por ambos. Recordando a mi padre que ordenaba barequiar (=pedir rebaja), le ofrecí ¡10 mil! Partimos la «diferiencia»: quedé 25 mil pesos más pobre y dos libros más rico. Y fui librero por un rato. 

Señoras y señores: la fiesta del libro de Medellín los espera: Damas no pagan, buses a todos los barrios.

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